12 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

Con la entrega de ayer finalizamos la publicación del libro del Diario del año de la peste.
Cuando empezamos a publicarlo al inicio de la pandemia eramos optimistas y pensábamos que al acabar de hacerlo, que ya habíamos previsto a mediados de junio, estaríamos fuera de la misma.
No ha sido así en todos los casos y en todo el mundo ha dejado muchos miles de vidas.
Desde aquí agradecer a todos los que han luchado contra esta pandemia, que han sido muchos.
Ojalá nos haya enseñado a valorar los servicios públicos, la ciencia y a evitar el cuñadismo en las discusiones de este nivel.
En España el nivel intelectual de los políticos ha demostrado ser ridículo, pero evidentemente es una fiel representación de sus votantes y de buena parte de los medios de comunicación/propaganda hoy existentes.
La única forma de impedir la imbecilidad más absoluta que parece convertirse en corriente mayoritaria es la educación, la formación permanente y evidentemente la lectura.
Seguro que en la lectura del Diario del Año de la peste ha visto reflejados comportamientos actuales de las ultimas semanas.
No. No hemos aprendido nada desde la época de Dafoe.

11 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 11/06/2020

En medio de aquella terrible aflicción, en momentos en que la situación de Londres era verdaderamente desastrosa, Dios quiso desarmar a su enemigo mediante la inmediata intervención de su Mano. El veneno fue extraído de la mordedura. ¡Oh, maravilla! ¡Hasta los médicos se sintieron sorprendidos! Fueran adonde fueren, encontraban mejorados a sus enfermos, o porque habían transpirado, o porque los tumores habían reventado, o porque los abscesos habían desaparecido, o porque la inflamación periférica había cambiado de color; la fiebre había disminuido, o el violento dolor de cabeza se había calmado, o había cualquier otro buen síntoma. Al cabo de unos pocos días, todo el mundo volvía a ponerse en pie. Familias enteras que habían estado infectadas y, en lo peor del mal, rodeadas de sacerdotes que rezaban por ellas, esperando a cada minuto la muerte, se veían de pronto ganas, otra vez restablecidas, sin que ninguno de sus miembros muriera.
No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente habían desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza; su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuanto deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar.
Si tratara estos hechos como una visible incitación al reconocimiento, cuando vivíamos en el terror de ver que el mal empeorara, algunos pensarían quizás, ahora que ya las cosas no se sienten del mismo modo, que sólo por religiosa y oficiosa hipocresía predico un sermón en lugar de escribir la historia, y me graduarían de instructor en vez de observador. Esto me impide continuar por este camino, como de otra manera lo habría hecho. Pero si diez leprosos fueran sanados y uno solo regresara para dar gracias, yo querría ser ese leproso y testimoniar mi personal reconocimiento.
No discuto que hubo muchas personas que, según todas las apariencias, se sintieron en aquel momento muy agradecidas, y digo que según las apariencias porque las lenguas se habían quedado quietas; todos callaban, aun aquellos cuyo corazón no había sido afectado por un tiempo demasiado largo. Pero la impresión era tan fuerte, que nadie podía resistírsele, ni siquiera los más malo. Cosa común era encontrar en las calles a extraños de los que nada sabíamos que expresaban su sorpresa. Un día, en Aldgate, mucha gente iba y venía. Un hombre desembocó por el extremo de las Minories y mirando la calle de un extremo al otro extendió sus manos hacia adelante y exclamó: « ¡Señor, qué diferencia! La semana pasada vine y había apenas un gato en esta calle.» Y oí que otro agregaba estas palabras: « ¡Es maravilloso! ¡Es un sueño!» «Dios sea loado!», decía un tercero. «Démosle gracias, pues esto es su obra; ya la habilidad y las fuerzas humanas nada podían.» Todas aquellas personas eran extrañas unas respecto de otras. Pero semejantes exclamaciones se hacían frecuentes en la calle, día tras día; y el pueblo, pese a su conducta relajada, iba por las calles dando gracias a Dios por su liberación.
Fue entonces, como ya dije, cuando la gente abandonó todo temor, e incluso con demasiada rapidez. En verdad, ya no sentíamos miedo de pasar al lado de un hombre que llevara un bonete blanco, o un trapo alrededor del cuello, o cojeando (lo que indicaba llagas en la ingle), todas cosas terribles al último grado hasta la semana anterior. La calle estaba llena de ellos, y aquellas pobres criaturas en el camino de la curación (al César lo que es del César) se mostraban sensibles a la liberación inesperada. Yo cometería una injusticia si negara que a muchos de ellos los creía realmente agradecidos.
Pero debo confesar que, en general, puede decirse de ellos, con absoluta justicia, lo que se ha dicho de los hijos de Israel, después de su liberación del ejército del Faraón, cuando pasaron el Mar Rojo y vieron, al darse vuelta, que los egipcios se hundían en las aguas; quiero decir, cuando cantaron loas al Eterno y olvidaron en seguida sus obras.
No puedo ir más lejos. Se me trataría de censor y acaso se me acusaría de injusto si me entregara al enojoso trabajo que consiste en reflexionar, sean cuales fueren las razones, acerca de la ingratitud humana y del regreso a las perversidades de toda especie, cuyo testigo ocular fui. Concluiré, pues, la relación de aquel año desastroso con una estrofa tosca pero sincera, que escribí y puse al final de mis notas el mismo año en que fueron escritas:
Una terrible peste hubo en Londres En el año sesenta y cinco Que arrasó con cien mil almas ¡Y sin embargo estoy vivo!
H. F

10 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 10/06/2020

Yo debería haber señalado que, por grande que fuera la violencia de la peste en Londres y en otros sitios, se observó que nunca castigó a la flota; durante cierto tiempo hubo en la ribera y hasta en las calles muchos enrolamientos para servir en la flota. Pero era a comienzos de año, cuando la peste apenas comenzaba y no había aún alcanzado esa parte de la ciudad donde generalmente se enrola a los marinos. Y aunque la guerra contra los holandeses no hubiera sido recibida con muy buenos ojos por el pueblo, y aunque los marineros hubieran partido para el servicio con una especie de repulsión, muchos de ellos quejándose de que los llevaran por la fuerza, los acontecimientos probaron que aquella fue una feliz violencia para muchos, que de otro modo probablemente habrían perecido en la calamidad general. Una vez terminado el servicio, regresaron. Y tuvieron muy buenas razones para llorar por la desolación de sus familias, muchos de cuyos miembros descansaban en la tumba, también tuvieron motivos de reconocimiento por haber sido arrastrados fuera del alcance del mal, a menudo contra su voluntad. Aquel año tuvimos una guerra cruel contra los holandeses, y hubo una gran batalla en el mar en la que los Países Bajos fueron derrotados; nosotros perdimos muchos hombres y varios buques. Pero, como ya he destacado, la peste no estaba en la flota y su violencia, cuando los marinos regresaron para desarmar sus navíos en la ribera, comenzaba a decrecer.
Me sentiría feliz si pudiera terminar el relato de aquel doloroso afio con algunos ejemplos atinentes a nuestro reconocimiento para con Dios, nuestro protector, nuestro libertador de aquella espeluznante calamidad. Por cierto, las circunstancias de la liberación, tanto como la magnitud del enemigo del que acabábamos de ser salvados, ordenaron la gratitud de toda la nación. Las circunstancias de la liberación fueron, en efecto, notables, como ya he dicho, sobre todo en el terrible extremo a que habíamos sido reducidos, cuando, para sorpresa de la ciudad íntegra, nos zambullimos en la alegría y la esperanza del fin de la epidemia.
Nada más que la intervención inmediata de la Mano Divina, nada más que su Omnipotencia, pudo operar semejante cambio. El contagio desafiaba a todo remedio; la muerte hacía estragos por doquier; si las cosas hubieran continuado durante algunas semanas más, la ciudad habría quedado desnuda de todo cuanto poseía alma. Por todas partes los hombres caían en la desesperación; los corazones desfallecían de miedo. En la angustia de su alma, la gente perdía hasta el último resto de coraje, y en los rostros y en la actitud del pueblo se leía el pánico a la muerte.
En ese mismo momento, cuando en verdad podíamos decir: «Vano es el socorro del hombre», quiso Dios, para nuestra grande y dulcísima sorpresa, abatir la furia del mal, y al declinar la malignidad de éste, y aunque aún había un número infinito de enfermos, cada vez fueron muriendo menos, y el inmediato registro semanal indicó una disminución de 1843 muertos. Una sensible caída, en verdad.
Es imposible expresar el cambio que se manifestó en el aspecto mismo de la gente aquel jueves por la mañana, cuando apareció el boletín semanal. Habría podido advertirse en su actitud que una secreta sorpresa y una sonrisa de júbilo reinaban en el rostro de cada cual. Quienes un día antes apenas habrían querido andar por una misma acera se apretaban la mano en plena calle. En donde las calles no eran demasiado anchas las ventanas se abrían de par en par y la gente se llamaba de una casa a otra, preguntándose cómo estaban y si se habían enterado de la declinación de la peste.
Algunos se informaban cuando uno les hablaba de buenas noticias. « ¿Qué noticias?» Y cuando uno les respondía que la peste se calmaba y que los periódicos señalaban una disminución de por lo menos dos mil muertos, exclamaban: « ¡Dios sea loado!» y lloraban a lágrima viva de alegría, diciendo que no habían sabido nada. Tal fue la dicha del pueblo, que la vida parecía salir de la tumba. En el exceso de su júbilo la gente hizo tantas cosas extravagantes como las que había hecho en la angustia de su dolor. Pero así, narrado, aquello se empequeñece, pierde su valor.
Debo confesar que también yo me había sentido muy abatido antes, pues el número de los que habían caído enfermos durante la semana o las dos semanas anteriores, para no hablar de los que habían muerto, había sido tan elevado, y tantas eran por doquier las lamentaciones, que un hombre habría parecido actuar contra la razón si tan sólo hubiera aguardado escapar al azote. Y como en mi vecindad la única casa no infectada era la mía, corría el rumor de que no pasaría mucho antes de que no quedara nadie sin contaminar. A decir verdad, apenas puede creerse en la terrible mortandad que habían hecho las tres últimas semanas; de atenerme a los cálculos de la persona cuyos informes siempre me parecieron muy bien fundados, hubo no menos de 30.000 muertos y 100.000 personas alcanzadas por la peste. El número de los afectados era sorprendente; a veces, incluso, aplastante. Aquellos a los que el valor había sostenido hasta entonces se sintieron desmayar.

9 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 09/06/2020

Todas estas cosas volvían a alarmarnos. Quienes conocieron a Londres antes del incendio deben de recordar que el mercado de Newgate no existía, pero que en mitad de la calle que hoy se llama Blowbladder, así designada a causa de los carniceros que allí ofrecían sus carneros, los matarifes tenían, al parecer, la costumbre de soplar con cánulas la carne para que pareciera más grande y grasa, por cuyo motivo fueron castigados por el Lord Mayor. Y digo que desde el extremo de la calle hasta Newgate se veían dos filas de puestos de carniceros para vender carne. Frente a los puestos, dos personas cayeron muertas mientras compraban carne, lo que hizo correr el rumor de que toda la carne se hallaba infectada. La gente fue presa del pánico y el mercado fue abandonado durante dos o tres días. Luego quedó claramente demostrado que la sugestión no tenía nada de cierto. Pero nadie puede ser responsabilizado por un pavor que se apodera de los espíritus.
Sin embargo, Dios, al prolongar la temperatura invernal, quiso restituirle a la ciudad su salud; hacia febrero considerábamos completamente terminada la enfermedad, y ya no nos dejamos asustar tan fácilmente.
Existía un problema que conmovía a los sabios y que, en sus comienzos, también había atormentado al pueblo, esto es, de qué manera se podían desinfectar los objetos contaminados y cómo volver a hacer habitables las casas que habían sido desocupadas durante la epidemia. Los médicos prescribieron cantidades de perfumes y preparados, unos de una especie, otros de otra. La gente prestó oídos y se lanzó a hacer grandes gastos, inútiles a mi parecer. Los pobres, que se conformaron con abrir sus ventanas noche y día y con quemar azufre, alquitrán, pólvora, etc., en sus cuartos, salieron igualmente bien parados. Y ni aun los impacientes, que, como dije, regresaron demasiado pronto a sus casas, contra viento y marea, se sintieron en modo alguno fastidiados por éstas ni por los diferentes objetos que en ellas se encontraban, y no hicieron nada, o casi nada.
Sin embargo, en general, la gente prudente y prevenida adoptó algunas medidas para airear y depurar sus casas. Quemaron perfumes, incienso, benjuí, resinas y azufre en las habitaciones herméticamente cerradas, y luego expulsaron el aire infectado con una carga de pólvora. Otros encendían grandes fogatas, día y noche, durante varios días seguidos. Para mayor seguridad, dos o tres llegaron a incendiar sus casas y las desinfectaron completamente reduciéndolas a cenizas; en particular, una en Ratcliff, otra en Holborn y otra más en Westminster. También se les prendió fuego a otras, pero felizmente se logró extinguirlo a tiempo. El sirviente de un ciudadano -creo que fue en Thames Street- llevó a la casa de su amo tal cantidad de pólvora para combatir la infección, y tan locamente se valió de ella, que hizo saltar una parte del techo.
Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas. Algunos de nuestros charlatanes filósofos pretendieron que sólo entonces los gérmenes de la peste quedaron completamente destruidos, y no antes, idea demasiado ridícula para tomarnos el trabajo de hablar de ella en esta oportunidad: si los gérmenes de la peste sólo por el fuego habían sido destruidos, ¿cómo se explica que todas las casas de la zona franca y de los aledaños de la ciudad, todas las grandes parroquias de Stepney, Whitechapel, Aldgate, Bishopsgate, Shoreditch, Cripplegate y St. Giles, donde la peste había azotado con mayor violencia y que no supieron de incendio alguno, hayan podido permanecer en las mismas condiciones que antes de la peste?
Pero para ajustar bien las cosas hay que decir que es cierto que los que tomaban cuidados mayores que los comunes para preservar su salud siguieron instrucciones especiales. A fin de «impregnar» sus casas, como decían, quemaron gran número de productos caros, que no sólo «impregnaron» las casas que deseaban purificar, sino que además llenaron el aire de aromas sanos y agradables, con que se beneficiaron tanto los demás como los que hacían el gasto.
Mientras el pueblo regresaba con precipitación a la ciudad, los ricos no se apresuraban tanto. Los que tenían negocios volvieron, es cierto, pero muchos de ellos no trajeron consigo a sus familias antes de la primavera, cuando ya contaron con buenas razones para creer que la peste no reaparecía.
La Corte regresó después de Navidad, pero la nobleza y la alta burguesía, salvo aquellos cuya presencia era necesaria y estaban ocupados de la administración, no volvieron con tanta rapidez.



8 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 08/06/2020

Recuerdo que mi amigo el doctor tenía la costumbre de decir que había ciertos preparados seguramente buenos en caso de epidemia que los médicos podían preparar en una variedad infinita de drogas, como el campanero puede lograr varias centenas de melodías con sólo cambiar el orden y el sonido de sus seis campanas, y que todos esos preparados eran excelentes. «De modo -decía- que no me asombra el hecho de que se nos ofrezca semejante número de medicamentos en la presente calamidad, ni que casi no haya médico que no prescriba o prepare una cosa distinta, de acuerdo con su experiencia o con la orientación de su juicio. Pero -añadía mi amigo- examínense todas las
prescripciones de todos los médicos de Londres, y se hallará que todas están compuestas de las mismas cosas, con las ínfimas variaciones que puede introducir la idea del médico. De manera que determinado sujeto, basándose en su propia constitución y en su manera de vivir, así como en las circunstancias en que ha podido ser infectado, se prescribirá sus medicamentos escogiendo entre las drogas y las preparaciones corrientes. Sin embargo, cada cual recomienda una cosa u otra como si fuera soberana. Esa pill.ruff., llamada píldora antipestilencia, es la mejor preparación que pueda hacerse. Otros creen que la triaca de Venecia basta por sí sola para preservar del contagio, y yo -concluía-pienso bien de ambas, es decir, que la última es buena como preventivo, y la otra, si uno se halla afectado, como curativo.» De acuerdo con esa creencia, tomé varias veces triaca de Venecia, y consiguientemente sudé en abundancia, y me creía fortificado contra la infección tanto como uno puede estarlo por el poder de la medicina.
En cuanto a los farsantes y a los charlatanes, de los que la ciudad estaba llena, ya no oía a uno solo de ellos, y con algún asombro advertí que dos años después de la peste apenas se los veía en la ciudad. Hubo quienes pensaban que la infección había arrasado con todos ellos, en lo cual veían un signo particular de la venganza divina contra los que conducen a la pobre gente al borde del abismo de perdición no más que para sacarle el poco dinero que ésta pueda tener. Pero yo no voy tan lejos. Es cierto que muchos de ellos murieron. Supe de una infinidad de casos. Pero que todos fueran barridos, esa es otra cuestión. Se me ocurre que huyeron al campo y que pusieron en práctica sus artificios con los campesinos que temían la epidemia antes de que ésta llegara hasta ellos.
Lo cierto es que ni un solo charlatán apareció en Londres durante mucho tiempo, ni en los aledaños. Hubo doctores que publicaron ordenanzas recomendando diferentes preparados medicinales para asear el cuerpo después de la peste y que resultaban útiles para los que, habiendo sido contaminados, habían sanado. Creo y debo reconocer que, de acuerdo con la opinión de los médicos más eminentes de entonces, la peste misma era un purgante suficiente. Los que escaparon a la infección no necesitaban medicamento alguno para purgar su cuerpo: las supuraciones, los tumores, etc., reventados y mantenidos abiertos conforme a la opinión de los médicos, los habían ampliamente aseados, y todas las demás enfermedades y causas de enfermedades habían sido efectivamente borradas de tal manera. Y los médicos, al dar este parecer como opinión suya en todas las partes por donde iban, terminaron con el negocio de los charlatanes.
Con posterioridad a la disminución de la peste hubo varias pequeñas señales de alerta en la ciudad. No sé si habían sido maquinadas para espantar e introducir el desorden en el pueblo, como imaginaron algunos, pero a veces se nos dijo que la peste iba a regresar, y el famoso Salomon Eagle, el cuáquero desnudo de que he hablado, todos los días profetizaba nuevas desgracias. Muchos nos decían que Londres no había sido suficientemente flagelada y que aún faltaba descargarse los golpes más duros y severos. Si no se hubieran quedado en eso, si hubieran condescendido en darnos detalles y nos hubieran dicho que al año siguiente un incendio destruiría la ciudad, entonces, en verdad, cuando hubiéramos visto ocurrir tales cosas, no se nos habría podido censurar por el hecho de distinguir con respeto sus proféticas voces. Por lo menos los habríamos admirado y nos habríamos informado con mayor seriedad de lo que querían decir y de dónde provenía su presciencia. Pero como generalmente nos hablaban de un recrudecimiento de la peste, apenas nos ocupábamos de ellos. Los frecuentes rumores nos tenían de continuo en una especie de aprensión, y si alguien moría súbitamente, o si un momento dado había más casos de viruela, nos sentíamos enloquecidos, y más aún si los casos de peste aumentaban, pues hasta fin de año hubo entre 200 y 300.