La primera consideración era de gran importancia para mí: mi negocio era el de la talabartería y como yo no comerciaba con el público de paso, sino con los mercaderes que traficaban con las colonias inglesas en América, mis fondos estaban, en gran parte, en sus manos. Es cierto que yo era un hombre solo; pero tenía toda una familia de sirvientes trabajando para mí; tenía una casa, un negocio y depósitos llenos de mercadería; abandonarlos como se abandonan las cosas en casos semejantes (es decir, sin ningún encargado o persona de confianza que si no señalaban evidentemente que la voluntad del Cielo era que no me fuera. Inmediatamente pensé que si en verdad estaba de Dios que yo permaneciera, Él tenía la capacidad de guardarme en medio de la muerte y el peligro que me rodearían y que si yo intentaba prodigarme huyendo de mi morada y actuando contra esas intimaciones (que creía divinas), era como escapar de Dios, y Él ejercitaría Su justicia para alcanzarme cuando y donde Él lo creyera conveniente.
Estos pensamientos volvieron a invertir mi decisión y cuando volví a discutir con mi hermano le dije que me inclinaba por quedarme y asumir mi destino en el puesto que Dios me había deparado, lo que, de acuerdo con lo que ya he dicho, parecía haberse transformado en un deber especial.
Mi hermano, aunque era hombre muy religioso, rió ante todo lo que señalé como intimaciones del Cielo, y me contó varias historias de gente tan temeraria -así la denominó como yo. Afirmó qué en verdad yo debería considerar esos inconvenientes como provenientes del Cielo si estuviera de algún modo incapacitado por perturbaciones o enfermedades; entonces, no siendo capaz de viajar, debería aceptar las directivas de Él, que siendo mi Hacedor, tiene indiscutido derecho de soberanía para disponer de mí; así no habría dificultad alguna en determinar cuál era el llamado de Su Providencia y cuál no. Pero -dijo- resultaba ridículo que yo tomara como intimación del Cielo para no salir de la ciudad el no poder alquilar un caballo o la fuga del compañero que debía asistirme. Yo tenía salud, extremidades inferiores y otros sirvientes: fácilmente podía viajar a pie un día o dos y, contando con un buen certificado de salud, alquilar un caballo o tomar la posta en el camino si lo consideraba adecuado.
Luego procedió a relatarme las consecuencias dañinas que acompañaron la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares donde él estuvo (como ya señalé, siendo mercader, había estado hasta hacía unos años en el exterior, regresando por último de Lisboa). Presumiendo de sus profesadas nociones de predestinación y de que el fin de cada hombre está irremisiblemente decretado con anticipación, esos hombres concurrían displicentemente a lugares infectados y conversaban con personas apestadas, por lo que murieron a un promedio de diez o quince mil por semana, mientras que los europeos o los mercaderes cristianos, que se mantuvieron retirados, escaparon por lo general al contagio.
Con estos argumentos, mi hermano volvió a alterar mis resoluciones y comencé a decidirme a viajar. En consecuencia, alisté todo; porque en resumidas cuentas la infección creció alrededor de mí, las cifras se elevaron a casi setecientos muertos por semana y mi hermano me dijo que no se aventuraría a quedarse más tiempo. Yo deseaba que él me permitiera pensarlo sólo hasta el día siguiente, en que me decidiría. Como ya había preparado todo de la mejor manera posible, en lo referente a mis negocios y a quién confiar mis asuntos, tenía poco que hacer, aunque mucho que decidir.