29 de marzo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 29/03/2020


Esa noche llegué a casa con la mente oprimida, irresoluto, sin saber qué hacer. Absolutamente apartado, dediqué la noche a una seria meditación; estuve solo, porque ya entonces, la gente, como por consenso general, había adoptado la costumbre de no ir más allá de sus puertas tras la puesta del sol.
De tanto en tanto tendré ocasión de explicar sus razones.
En el retiro de esa noche me empeñé en decidir, en primer lugar, cuál era mi deber. Expuse los argumentos mediante los cuales mi hermano me había impulsado a viajar al campo y les opuse las fuertes obsesiones que me impulsaban a quedarme: el visible llamado que creía descubrir en esas particulares circunstancias, el cuidado debido a la preservación de los bienes que constituían mi fortuna y también las intimaciones que yo consideraba provenientes del Cielo y que me indicaban una suerte de dirección a seguir. Y se me ocurrió que si contaba con lo que podría llamar una indicación de quedarme, debía suponer que ella contenía una promesa de protegerme, en caso de que la obedeciera.
Esto resultaba muy claro para mí, y mi espíritu se inclinaba cada vez más a la idea de quedarme, sostenido por la secreta satisfacción de sentirme protegido. Agréguese a esto que, hojeando una Biblia que tenía ante mí, mientras mis pensamientos sobre la cuestión eran más graves que de ordinario, exclamé:
-¡Bien, no sé qué hacer! ¡Dirígeme, Señor!
En ese momento sucedió que mi mirada cayó sobre el segundo verso del Salmo 91; seguí leyendo hasta el verso sexto inclusive, y luego continué con el décimo, como sigue: Él dirá al Señor: Tú eres mi amparo y refugio; el Dios mío en quien esperaré /Porque él me ha librado del lazo de los cazadores y de terribles adversidades. / Con sus alas te hará sombra, y debajo de sus plumas estarás confiado. / Su verdad te cercará como escudo; no temerás terrores nocturnos, / ni la saeta disparada de día, ni al enemigo que anda entre tinieblas, ni los asaltos del demonio en medio del día. / Caerán a tu lado izquierdo mil saetas y diez mil a tu diestra; más ninguna te tocará a ti: / Tú lo estarás contemplando con tus propios ojos, y verás el pago que se da a los pecadores... /No llegará a ti el mal, ni el azote se acercará a tu morada, etcétera.
Casi no necesito decir al lector que en ese instante resolví permanecer en la ciudad, y que, entregándome enteramente a la bondad y la protección del Todopoderoso, no buscaría ninguna otra clase de refugio. Mis horas estuvieron en sus manos siempre, y era tan capaz de protegerme en época de epidemia como en época de salud. Y si Él no consideraba adecuado librarme, todavía estaba yo en sus manos y haría de mí lo que mejor le pareciera.
Así decidido, me acosté. Mi resolución se afirmó más al día siguiente, cuando cayó enferma la mujer a quien había pensado confiar mi casa y todos mis asuntos. Y hubo más aún para obligarme a permanecer: porque al otro día yo mismo me sentí bastante mal, de manera que no hubiera podido viajar aun en caso de desearlo. Continué enfermo tres o cuatro días y esto me decidió por completo; así que me despedí de mi hermano, que partió hacia Dorking, en Surrey, y después fue todavía más lejos, hacia Buckinghamshire o Bedfordshire, a un retiro que había encontrado para su familia.
Era muy mala época para estar enfermo, porque si alguien se quejaba, de inmediato se decía que estaba apestado. Yo, aunque no presentaba síntoma alguno de esa enfermedad, me sentía bastante mal de la cabeza y el estómago, y no dejaba de sentir alguna aprensión. Pero en unos tres días me puse mejor; la tercera noche descansé bien, sudé un poco y me sentí más animado. El temor a la infección se desvaneció al mismo tiempo que mi malestar, y volví a atender mis asuntos como de costumbre.
Sin embargo esos episodios alejaron mis pensamientos del viaje al campo, y como mi hermano también se había alejado, no tuve ya nada que debatir, ni con él ni conmigo mismo, acerca del asunto.