DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 30/03/2020
Estábamos entonces a mediados de julio; la plaga, que se había encarnizado preferentemente en el otro extremo de la ciudad y en los distritos de St. Giles, St. Androw's, Holborn y en el lado de Westminster, comenzó a desplalarse en dirección este, hacia la zona donde yo vivía. Hay que señalar, por cierto, que no se encaminaba directamente hacia nosotros, porque la City se conservaba aún medianamente sana. También había avanzado demasiado la peste sobre el agua hacia Southwark; porque aunque allí hubo aquella semana 1260 muertos de toda enfermedad (entre los cuales era posible adjudicar unos 900 a la peste), sólo veintiocho murieron entre los muros de la City, y diecinueve en Southwark (incluida la parroquia de Lam-beth), mientras en los barrios de St. Giles y St. Martin-in-the-Fields, solamente, murieron cuatrocientos veintiuno.
Advertimos entonces que la infección se fortificaba principalmente en los barrios de extramuros: como eran muy populosos y estaban llenos de pobres, la enfermedad los consideró mejor presa que la City. Notamos también que la peste se acercaba a nosotros por los distritos de Clarkewell, Cripplegate, Shoreditch y Bishopsgate, parroquias estas últimas unidas a las de Aldgate, Whitechapel y Stepney. Por último, la plaga vino a derramar su mayor cólera y violencia en esos lugares, aunque se moderó en los distritos occidentales, donde había comenzado.
Durante el mes de julio, mientras -como he señalado nuestra parte de la ciudad parecía ser perdonada en comparación con la parte oeste, yo usualmente andaba por las calles, como mis negocios lo exigían. En particular iba una vez por día o cada dos días a la City, a casa de mi hermano, cuyo cuidado me había sido confiado, para ver si todo estaba a salvo. Como tenía la llave, solía entrar a la casa y a la mayoría de las habitaciones, con el fin de comprobar que todo andaba bien. Porque aunque resulte asombroso que en medio de tal calamidad existieran corazones tan duros como para robar y saquear, lo cierto es que se practicaron entonces toda clase de villanías y hasta de libertinajes, tan abiertamente como siempre; no diré que tan frecuentemente, porque el número de personas había disminuido bastante.
Pero entonces la City misma comenzó a ser visitada. Sin embargo, su población se había reducido mucho, porque una enorme multitud había huido al campo y durante todo ese mes de julio continuaron escapando, aunque no en tan gran número como antes. En agosto, por cierto, huyeron de tal manera, que empecé a creer que en la City no quedarían, realmente, sino magistrados y sirvientes.
El aspecto de Londres estaba ahora alterado de un modo extraño, a pesar de que la City no había sido todavía muy castigada. Pero el aspecto de las cosas estaba muy trastornado; la pena y la tristeza se instalaron en cada rostro, y aunque algunos barrios todavía no habían sido muy agobiados, todos se veían gravemente afectados; cada habitante cuidada de sí y de su familia como en situación de extremo peligro, que claramente se veía venir. Si fuera posible representar con exactitud aquellos tiempos para quienes no los vieron, y dar a los lectores una idea verdadera del horror que en todo se manifestaba, se dejaría profundos huellas en sus espíritus y se los llenaría de sorpresa. Bien puede decirse que Londres entero lloraba. Es cierto que no había enlutados en las calles, porque nadie se vestía de negro ni guardaba duelo formal ni siquiera por los amigos más íntimos; pero sin duda se oía en las calles la voz de los dolientes. Los gritos de mujeres y niños en las ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para traspasar el corazón más firme del mundo. Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia, porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en cualquier momento.