Al descubrir que no le quedaba otro remedio que aceptar su encierro, el de su mujer y sus hijos con esta pobre sirvienta enferma, el dueño de casa llamó al guardián y le dijo que fuera en busca de una enfermera para atender a la muchacha, porque sería una muerte segura el verse obligado a hacerlo ellos mismos; llanamente le explicó al guardián que si no cumplía lo exigido, la joven moriría de peste o de hambre, porque él había resuelto que ninguno de la familia se le acercase; y la tenían en el desván del cuarto piso, desde donde no podía hacer oír sus reclamos de auxilio.
El guardián consintió. Fue en busca de una enfermera, la consiguió, y la trajo esa misma tarde. Mientras tanto, el dueño de casa tuvo oportunidad de abrir un gran agujero a través de su tienda hacia una estancia donde antes estaba establecido un remendón. Como puede suponerse, el inquilino había muerto o huido, de manera que aquel hombre tenía la llave en su poder. Habiéndose abierto camino -cosa que no hubiera logrado estando presente el guardia, a causa del mucho ruido que tuvo que hacer- se sentó tranquilamente hasta que éste regresó con la enfermera, y así se mantuvo todo el día siguiente. Pero la otra noche, enviando al guardia con un recado intranscendente (creo que en busca de un emplasto para la criada, que había que esperar mientras se lo preparaba), escapó del lugar con toda su familia y dejó a la enfermera y al vigilante la tarea de cuidar la casa y enterrar a la muchacha, esto es, tirarla en el carro.
Podría ofrecer gran cantidad de historias tan curiosas como ésta, de las que me enteré durante el lento curso de ese año funesto; historias que en general se acercaban a la verdad; digo en lo general, porque en aquella época nadie pudo enterarse de todos los detalles. Por otra parte, según me dijeron, se empleó la violencia contra los guardianes; y creo que desde el comienzo de la Visitación hasta su fin no hubo menos de dieciocho o veinte guardianes asesinados por los habitantes de las casas infectadas y clausuradas, que intentaban salir y encontraban oposición.
Pero no se podía esperar menos, porque en la ciudad había tantas prisiones como casas cerradas, y como la gente encerrada no era culpable de otro crimen que el infortunio, el asunto se volvía más intolerable.
Existía otra diferencia: cada prisión -como podemos llamarla- sólo contaba con un carcelero, y muchas casas tenían varias salidas, y algunas hacia varias calles, de modo que resultaba imposible para un hombre guardar todos los pasajes y evitar la fuga de la gente, desesperada por el miedo, por el resentimiento o por el furor de la enfermedad misma.
Por ejemplo, en la calle Coleman -como todavía se ve abundan los pasajes. Una casa fue clausurada en lo que se llamaba entonces White's Alley. Esa casa tenía, no una puerta trasera, sino una ventana que daba a un patio por el que se salía a Bell Alley. El alguacil apostó un guardia frente a la puerta de aquella casa, y allí estuvieron, él o su compañero, noche y día; pero la familia se había ido esa misma tarde por la ventana que daba al patio, dejando a los pobres guardar y vigilar la casa durante casi una quincena.
No lejos de allí se hizo saltar con pólvora a un guardián que quedó horriblemente quemado; mientras lanzaba gritos espantosos y nadie osaba aproximarse a socorrerlo, todos los miembros de la familia capaces de moverse huyeron por la ventana del primer piso, dejando tras ellos dos enfermos que pedían auxilio. Se enviaron enfermeras para cuidarlos, pero a los fugitivos no se los pudo encontrar hasta que regresaron, pasada la epidemia; como no había pruebas de sus actos, no se procedió contra ellos.
Además, estas prisiones no tenían barrotes ni cerrojos como las prisiones ordinarias, y la gente se dejaba deslizar muy bien por sus ventanas, en la misma cara del guardián, blandiendo espadas o pistolas y amenazando herir al pobre diablo si se movía o pedía ayuda.
Otras casas tenían jardines, muros medianeros o patios; y sus habitantes obtenían, por gracia de la amistad o de la insistencia, permiso para escalar las paredes con el fin de salir por la puerta de al lado, o compraban a los sirvientes con dinero y desaparecían durante la noche. En resumen, de ninguna manera podía uno fiarse de la clausura de las casas, que no respondía del todo al fin perseguido y contribuía a exasperar a la gente e impulsarla a huir a cualquier precio.