ENTREGA 14/04/2020
Lo terrible era que escapando así, con sus desesperadas idas y venidas, los desdichados diseminaban mucho más la infección. Cualquiera que considere las circunstancias del caso debe reconocer que la severidad de la reclusión tenía que exasperar a la gente, incitándola a huir al azar, aun cuando se supieran portadores de la peste, ya que no sabían adónde ir o qué hacer, y ni siquiera lo que estaban haciendo. Muchos murieron en las calles o en el campo, derribados por la fiebre. Otros recorrían la campiña sin importarles su destino, guiados solamente por su desesperación. No sabían adónde iban, ni adónde querían ir; desfallecientes, exhaustos, no hallaban socorro alguno. Estuvieran enfermos o no, en las casas y en las villas se les negaba alojamiento; y así seguían hasta morir al borde de la ruta o en los pajares donde se refugiaban. Nadie se atrevía a ayudarlos aunque pudieran no estar infectados, porque nadie les creía.
Pero vuelvo a las familias infectadas y confinadas por los magistrados. Su miseria era inexpresable; era de esas casas de donde surgían los peores clamores y gritos de angustia, lanzados por gente aterrorizada ante la vista de sus parientes más queridos reducidos a una condición tan espantosa y ante el horror de verse aprisionados con ellos.
Recuerdo -y mientras relato su historia, escucho todavía sus gritos- a una dama que tenía una hija única de alrededor de diecinueve años. Era dueña de una gran fortuna, y vivían solas en la casa que ocupaban. En cierta ocasión madre e hija, y la criada, salieron por una razón cualquiera que ahora no recuerdo; apenas dos horas después del regreso, la niña se sintió enferma. Un cuarto de hora más tarde, tuvo vómitos y un violento dolor de cabeza. «Dios quiera -pedía angustiada la pobre madre que mi niña no tenga la enfermedad.» El dolor de cabeza aumentaba, y la madre decidió acostarla, y preparó lo necesario para hacerla transpirar, que era el remedio ordinario que se adoptaba ante los primeros temores del mal.
Mientras se preparaba el lecho, la madre desvistió a la niña, y antes de llevarla a la cama, examinó su cuerpo y descubrió los síntomas fatales en los muslos. Incapaz de contenerse, la madre arrojó la vela al piso y lanzó gritos tan desesperados, que hubieran sumido en el horror al corazón más vigoroso. El miedo le hizo perder la razón; sólo fue capaz de sollozar y gritar; se desvaneció, después recuperó el conocimiento y se puso a correr de arriba a abajo como una loca (y verdaderamente lo estaba); continuó aullando o gritando sin cesar durante muchas horas, sin poder reencontrar el gobierno de su espíritu; me dijeron que nunca lo encontró del todo. En cuanto a la niña, prácticamente fue un cadáver a partir de aquel momento, porque la corrupción que había determinado las primeras manchas se expandía por todo el organismo y murió en menos de dos horas. Sin embargo, la madre continuaba gritando, sin ocuparse de su hija, muchas horas después de su muerte. Es un recuerdo muy lejano, de modo que no lo puedo asegurar: pero creo que la madre no se repuso jamás y murió dos o tres semanas después.
Este fue un caso extraordinario. Si me obstino en detallarlo es porque lo conocí muy particularmente; pero hubo muchos semejantes y era raro que el informe semanal no mencionara dos o tres muertes causadas por el miedo. Y cuando el miedo no producía una muerte súbita, traía otras consecuencias: unos perdían el sentido, otros la memoria, otros el entendimiento. Pero vuelvo a la clausura de las casas.
Mientras mucha gente se escapaba con astucia de las casas cerradas, otros corrompían al guardián dándole dinero para que les permitiera salir secretamente de noche. Debo confesar que esta me parecía, en aquella época, la corrupción más inocente con que un hombre pudiera volverse culpable; por eso cuando tres de esos guardianes fueron azotados públicamente por permitir fugas de casas clausuradas, no pude sino compadecer a los desgraciados y encontrar el castigo demasiado duro.
Pero a pesar de esta severidad el dinero prevalecía, y fueron muchas las familias que encontraron en él el medio de escapar de las casas clausuradas. Pero por lo general los que huían eran quienes tenían un lugar donde refugiarse; y aunque a partir del primero de agosto no resultó nada fácil andar por los caminos en ninguna dirección, siempre se encontraba manera de huir. Algunos conseguían tiendas de campaña que ubicaban en los campos; llevaban camas o paja para dormir, provisiones, y vivían como ermitaños porque nadie se atrevía a acercarse a ellos. Circulaban muchas historias (unas cómicas, otras trágicas) sobre gente que vivía como nómadas en el desierto y escapaban de la muerte imponiéndose un destierro casi increíble, pero que, al mismo tiempo, gozaban de una libertad que no hubieran podido esperar en semejante condición.