DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 16/04/2020
Se suponía que aquella fosa bastaría durante un mes o más. Entonces se la cavó, y hubo quienes censuraron a los mayordomos de la iglesia por permitir una cosa tan terrible: les decían que se preparaban a enterrar a la parroquia entera y otras cosas por el estilo. Pero el tiempo demostró que los mayordomos conocían muy bien la situación de la parroquia, porque en la fosa terminada el 4 de septiembre, creo, se empezó a enterrar el día 6, y hacia el 20, es decir, justo a las dos semanas, habían arrojado en ella 1114 cuerpos y fue necesario cerrarla; ya los cadáveres llegaban a seis pies de la superficie. Sin duda quedarán todavía en la parroquia algunos ancianos sobrevivientes, capaces de dar testimonio del hecho y de señalar la ubicación de la fosa aún mejor que yo. Años después de esa época terrible se veían todavía sus señales sobre la superficie, paralelamente al pasaje que bordea el muro oeste del cementerio hacia Houndsditch y que vuelve a dirigirse al este hacia Whitechapel, desembocando cerca de la Posada de las Tres Monjas.
Fue hacia el 10 de septiembre cuando mi curiosidad me condujo, o más bien me empujó, a ir a ver otra vez esa fosa, en la que ya habían sido enterradas cerca de 400 personas. Y no me contenté con verla de día como la vez anterior, porque entonces no encontraría otra cosa para ver que tierra removida; pues todos los cuerpos que allí se arrojaban eran inmediatamente cubiertos con tierra por aquellos a quienes ahora se llamaba enterradores y en otros tiempos habían sido llamados sepultureros. Decidí ir de noche y ver cómo arrojaban algunos cadáveres.
Había orden estricta de impedir que la gente se acercara a esas fosas, orden que tenía el único fin de evitar el contagio. Pero después de algún tiempo esa orden se hizo más necesaria, porque algunos enfermos delirantes que veían cerca su fin corrían hacia las fosas, envueltos en mantas o frazadas, para arrojarse en ellas y -como decían- enterrarse por sí mismos. No quiero decir que los oficiales lo permitieran, pero escuché que en una gran fosa de Finsbury, en la parroquia de Cripplegate, que era campo libre porque todavía no estaba tapiada, algunos entraron, se arrojaron adentro y allá expiraron, sin que se los cubriera con tierra. Y cuando los enterradores llegaron para sepultar a otros y los encontraron allí, ya estaban muertos, aunque no fríos.
Esto puede ayudar algo a describir el horror de esos días, aunque es imposible decir nada capaz de dar una idea verdadera de la cosa a quienes no la vieron. Sólo esto: que era verdaderamente tan, pero tan terrible, que ninguna lengua lo puede expresar.
Conseguí ser admitido en el cementerio porque conocía al sepulturero de turno, quien, aunque no me rechazó, intentó ansiosamente convencerme de que no fuera, di-ciéndome con toda seriedad -porque era un hombre bueno, religioso y sensato- que sin duda era su negocio y deber aventurarse y correr todos los riesgos, y que por eso esperaba ser reservado, pero que a mí sólo me llamaba la curiosidad y yo no podía pretender -creía él- que eso fuera suficiente para justificar el peligro al que me exponía. Le respondí que mis pensamientos me obligaban a ir y que tal vez esa sería una observación instructiva, y no del todo inútil.
-Vaya -dijo el buen hombre-, si usted quiere aventurarse por esas razones, entre, en nombre de Dios; esto será para usted un sermón, tal vez el mejor que haya escuchado en su vida. Es un espectáculo que habla -agregó-, que tiene una voz, y muy poderosa, para llamamos al arrepentimiento.
Y con esto abrió la puerta y me dijo:
-Entre, si quiere.
Sus palabras conmovieron un poco mi resolución y me detuve un buen rato dudando, pero en ese intervalo observé dos luces que venían del lado de las Minoris, y escuché al campanero; entonces apareció el carro de los muertos, como lo llamaban, avanzando por las calles; de modo que no pude resistir más mi deseo de ver y entré. A primera vista no había nadie en el cementerio o entrando a él, con excepción de los enterradores y del conductor del carro; pero cuando se acercaron a la fosa vieron un hombre que iba y venía cubierto por una capa marrón y movía los brazos bajo esa capa, como si estuviera en terrible agonía. Los enterradores se lanzaron inmediatamente sobre él, suponiendo que se trataba de una de aquellas pobres criaturas delirantes o desesperadas que a veces pretendían -como ya dije- enterrarse a sí mismas. Se movía sin pronunciar palabra alguna, pero dos o tres veces gimió fuerte y profundamente y suspiró como si tuviera quebrado el corazón.
Una vez que lo alcanzaron, los enterradores no tardaron en descubrir que no se trataba de una persona infectada y desesperada como las que mencioné antes, ni de alguien con la mente trastornada, sino de un hombre oprimido por el peso de una pena sin duda terrible, ya que tenía a su mujer y a varios de sus hijos en el carro que acababa de entrar, y que él seguía en una agonía y paroxismo de aflicción. Como era fácil ver, se lamentaba de todo corazón, pero con esa especie de dolor masculino que no se concede el desahogo de las lágrimas. Pidió serenamente a los enterradores que lo dejaran solo, diciendo que sólo quería ver arrojar los cuerpos e irse; de modo que dejaron de importunarlo. Pero apenas el carro giró y los cadáveres fueron tirados promiscuamente en la fosa, lo que le asombró, porque esperaba que por lo menos se los depositara en ella decentemente, aunque por cierto se convenció de que tal cosa era impracticable; apenas vio ese espectáculo, digo, se lanzó a llorar a lágrima viva, incapaz de contenerse. No pude oír lo que dijo, pero dio dos o tres pasos hacia atrás y perdió el sentido. Los enterradores corrieron a levantarlo, y en poco tiempo volvió en sí; lo llevaron afuera, a la Taberna Pie, que está al extremo de Houndsditch, donde el hombre era conocido y cuidaron de él. Mientras se iba volvió a mirar la fosa, pero los enterradores habían cubierto los cuerpos tan rápidamente con tierra, que aunque había luz (porque había linternas y candelas encendidas toda la noche alrededor de la fosa, sobre montículos de tierra, siete u ocho, o quizá más) nada pudo ver.
Esta fue, por cierto, una escena lamentable que me afecta tanto como la otra, aunque la otra era horrenda y colmaba de terror. El carro transportaba dieciséis o diecisiete cuerpos; algunos envueltos en sábanas de lino, algunos en harapos, y unos pocos que estaban desnudos o se habían sacudido tanto que lo que los cubría cayó del carro durante la descarga y llegaron tan desnudos como el resto. Pero la indecencia del asunto no les importaba demasiado a ellos ni a cualquier otro, puesto que estaban muertos e iban a confundirse en la tumba común de la humanidad, como podemos llamarla, porque aquí no se hacían diferencias: pobres y ricos iban juntos. No había otra clase de entierros ni era posible que la hubiera, porque se carecía de ataúdes para el prodigioso número que sucumbió ante tal calamidad.