DIARIO DEL AÑO DE LA PESTEENTREGA 17/04/2020
Se comentó como un hecho escandaloso acerca de los enterradores que si algún cadáver era entregado a ellos decentemente envuelto en una mortaja atada sobre la cabeza y los pies, y que por lo general era de buena tela, se comentó, digo, que los enterradores eran tan viles como para desnudarlos en el carro y llevarlos completamente desnudos a la tierra. Pero como no puedo creer fácilmente que algo tan vil pasara entre cristianos, y más en una época tan llena de terrores como ésa, sólo puedo contarlo sin darlo por cierto.
También circularon innumerables historias acerca de las crueles costumbres y prácticas de las enfermeras que cuidaban a los enfermos, y de cómo apuraban el destino de aquellos a quienes atendían en su enfermedad. Pero diré más de esto en su lugar.
Fui verdaderamente sacudido por aquel espectáculo; casi me abatió. Salí con el corazón muy afligido y lleno de dolorosos pensamientos que soy incapaz de describir. Cuando salía de la iglesia y volvía por la calle que lleva a mi propia casa, vi acercarse otro carro con antorchas precedido de un campanero, que venía de Harrow Alley y desembocaba en Butcher Row, por el otro lado del camino, y que estaba, según noté, completamente lleno de cuerpos muertos. También cogió la calle que se dirigía a la iglesia, pero no tuve estómago para volver atrás y contemplar la misma fúnebre escena otra vez; de modo que fui directamente a casa, donde no pude sino considerar con agradecimiento el riesgo que había corrido, en la creencia de haberlo sorteado sin daño, como por cierto sucedió.
Aquí volvió a mi cabeza el dolor del pobre y desdichado caballero y al pensar en él no pude contener las lágrimas; tal vez lloré más que él mismo. Pero su caso impresionó tanto mi mente que no pude conmigo y tuve que salir a la calle e ir a la Taberna Pie, resuelto a averiguar qué había sido de él.
Era la una de la mañana y el pobre caballero todavía estaba allí. La verdad es que la gente de la casa, conociéndolo, lo había entretenido y cuidado toda la noche sin tener en cuenta el peligro de contagio, aunque el hombre parecía completamente sano.
Recuerdo a esta taberna con pesadumbre. Su gente era amable, bien educada y bastante servicial; hasta aquella época habían mantenido la casa abierta y el negocio andando, aunque no tan públicamente como en tiempos pasados. Pero frecuentaba la casa un espantoso grupo de parroquianos que se encontraban todas las noches en medio de todo ese horror, para comportarse con la disoluta y gritona extravagancia que es común en esa gente en tiempos normales. Y la llevaban, por cierto, hasta un grado tan ofensivo que los mismos patrones de la casa se avergonzaron, primero, y se aterrorizaron, después, ante ellos.
Se sentaban generalmente en una sala que daba a la calle. Y como permanecían allí hasta muy tarde, cuando la carreta de los muertos cruzaba el extremo de la calle para dirigirse a Houndsditch, lo que podía verse desde la taberna, solían abrir las ventanas apenas oían el tañido de la campana, y la miraban pasar. Era frecuente que su paso fuera acompañado por las tristes quejas de quienes se hallaban en la calle o asomados a las ventanas, y ellos respondían con burlas desvergonzadas y con bromas, sobre todo cuando algunos pobres imploraban la misericordia divina, lo que por entonces era cosa corriente.