Aquellos señores, aunque un tanto perturbados por el alboroto que había causado en la casa la llegada del pobre hombre, se mostraron descontentos y le echaron en cara al patrón que soportara en su casa a semejante individuo, recién salido de la tumba. Cuando se les contestó que el hombre era un vecino absolutamente sano, pero agobiado por las calamidades que se habían desencadenado sobre su familia, su cólera se trocó en mofa; lo ridiculizaron al hombre y se rieron de la pena que sentía por la pérdida de su mujer y de sus hijos, reprochándole vivamente no haber tenido el coraje de saltar a la fosa para irse al cielo con ellos, como decían entre risas, y añadiendo otras expresiones profanas y hasta blasfemas.
En esa vil tarea se hallaban cuando regresé a la taberna; por lo que pude advertir, el hombre, aunque siempre quieto, mudo y desconsolado, y aunque las afrentas no lograban distraerle de su dolor, se sentía afligido y ofendido por tales discursos. Entonces les reprendí suavemente, conociendo como conocía su carácter, pues yo no era un extraño para ellos.
Inmediatamente cayeron sobre mí con palabras gruesas e insultos; me preguntaron por qué había salido de mi tumba, cuando tanta gente decente había sido llevada al cementerio, y por qué no me quedaba en mi casa rezando mis oraciones para que la carreta no viniese por mí, y otras cosas por el estilo.
Me sentí verdaderamente asombrado por su desvergüenza, sin que por nada del mundo me afectara ese modo de tratarme. En todo caso, conservé la calma.
Les dije, desafiándolos, que por mucho que ellos -o quienquiera en este mundo- me tratasen de indecente, reconocía por cierto que a raíz de ese terrible juicio de Dios muchos mejores que yo habían sido segados y llevados a la tumba; pero que, para responder directamente a sus preguntas, el hecho era que ese Dios contra el cual blasfemaban y cuyo nombre tomaban en vano al jurar e insultar de tan terrible manera me había protegido misericordiosamente, y que esto bien podía ser, puesto que me había protegido de un modo tan particular, uno de los fines de su bondad, para que yo pudiera sentir la audacia y la temeridad de la conducta de ellos, tal cual la experimentaba, en una época tan terrible como la nuestra. Y sobre todo les reproché sus bromas y su mofa para con un hombre decente y vecino suyo (porque muchos de ellos lo conocían) que se sentía visiblemente agobiado por el dolor debido al vacío que Dios había querido hacer en su familia.
No puedo recordar con exactitud la abominable y diabólica befa con que respondieron a mi discurso; parecían ofendidos porque yo no temía hablarles libremente. De acordarme de aquellas burlas, no querría embellecer mi relato con ninguna de las palabras, de los horribles insultos, de las maldiciones, de las expresiones viles que emplearon, expresiones que por aquel entonces ni la peor y más ordinaria gente de la calle se atrevía a pronunciar, porque en aquella época, con excepción de unas pocas criaturas endurecidas como aquéllas, hasta los pillos más infames sentían en el alma cierto temor de la mano de ese Poder que podía destruirlos en un momento.
Pero lo peor de su diabólico lenguaje consistía en que no temían para nada blasfemar contra Dios. Hablaban como ateos y se burlaban que yo llamara a la peste «la mano de Dios». Se chanceaban y hasta se reían de la palabra «juicio», como si la Divina Providencia no tuviera nada que ver con aquella desolación que nos había sido infligida y como si los que invocaban a Dios, viendo la carreta que se llevaba a los muertos, no pudieran ser otra cosa que iluminados, locos o desvergonzados.
Respondí lo que me pareció prudente, pero ellos, lejos de ponerle un freno a su horrorosa manera de hablar, se entregaron con mayor violencia a sus injurias, hasta tal punto que, lo confieso, me sentí espantado y asaltado por una especie de furor. Salí, señalándoles mi temor de que aquel Juicio, que se había desencadenado sobre toda la ciudad, no se glorificara vengándose en ellos y en todos los de ellos. Recibieron mis reproches con el mayor desdén y se mofaron de mí cuanto pudieron. Me dirigieron las más infamantes e insolentes burlas que pudieron encontrar, porque yo, dijeron, les había echado un sermón. Y en verdad yo sentía por ellos más pena que cólera. Salí, bendiciendo mentalmente a Dios por el hecho de que no me había avenido a lisonjearlos a pesar de todos sus insultos.
Durante tres o cuatro días continuaron aquella lastimosa vida, mofándose permanentemente y ridiculizando a todos los que se mostraban serios o piadosos, afectados de alguna manera por el sentido de aquel terrible juicio divino. También se me dijo que insultaban del mismo modo a las personas valerosas que, a pesar del contagio, se reunían en la iglesia para ayunar y suplicarle a Dios que apartara su Mano.