Cuando las casas se hallaban infectadas, el procedimiento en uso entre ciertas familias, incluso en un número bastante grande de éstas, era el siguiente: las familias, que a la primera aparición de la epidemia huían al campo y se alojaban en casas de amigos, solían confiar a algunos vecinos conocidos o, a algunos amigos, la vigilancia de sus casas, por la seguridad del mobiliario. Ciertas casas quedaban completamente cerradas, con las puertas con cadenas y aseguradas, como las ventanas, sobre las que clavaban planchas de abeto; se encomendaba su vigilancia a los guardianes ordinarios y a los oficiales de la parroquia. Pero esto era una excepción.
Podían calcularse en diez mil las casas que habían sido abandonadas por sus moradores en la ciudad y sus aledaños inclusive las parroquias externas y de Surrey, o del lado de la ribera llamado Southwark. Este número no incluye a los locatarios ni a las personas que individualmente habían huido a casa de otras familias, si bien el éxodo podía estimarse en doscientas mil almas. Pero hablaré de ello más adelante. Ahora sólo lo menciono para explicar un uso corriente entre quienes tenían dos casas bajo su custodia. Si en una familia alguien caía enfermo, el jefe de ella, antes de llevarlo a conocimiento de los inspectores o de los otros oficiales, enviaba inmediatamente al resto de su familia -sus hijos, o sus criados, según el caso- a la otra casa a su cargo; en seguida denunciaba al enfermo ante el inspector, quien le asignaba una o varias enfermeras. Además, tomaba a otra persona, la que también aceptaba ser encerrada en la casa lo que muchos hacían gracias a la mediación de dinero- para que se ocupara del inmueble en caso de muerte del enfermo.
Este expediente salvó a familias enteras, que inevitablemente habrían perecido si hubieran sido encerradas con la persona enferma. Pero por otra parte era uno de los inconvenientes del cierre de las casas, ya que la aprensión y el terror de ser aislado eran causa de que muchos huyeran con aquellos de su familia que, sin estar completamente enfermos, y aunque no estuviesen públicamente reconocidos como tales, se encontraban, no obstante, contagiados. Estos últimos, en total libertad de ir y venir, y obligados a seguir ocultando su estado -que tal vez ellos mismos ignoraban- contaminaban a los demás y propagaban la infección de un modo terrible, como he de explicar más adelante.
Voy a permitirme hacer un par de observaciones personales que luego podrán serles útiles a aquellos en cuyas manos caigan estas líneas, si es que alguna vez les toca ver una epidemia por el estilo. 1) La infección era generalmente introducida en las casas por las domésticas, a las que forzosamente se debía enviar a la calle en procura de los artículos de primera necesidad, como alimentos y remedios, a la panadería, a la cervecería, a las tiendas, etc... Y como por fuerza andaban por las calles, por los negocios, por los mercados, era imposible que no se encontrasen de una u otra manera con personas infectadas, las que les soplaban su aliento fatal, que ellas llevaban luego al seno de las familias a que pertenecían. 2) Era un grave error que una ciudad como Londres no tuviese más que una casa de apestados, situada más allá de Bun-hill Fields y que podía acoger, quizá cuando mucho, doscientas o trescientas personas. Si hubiera habido varios hospitales capaces de recibir a miles de enfermos, sin la obligación de poner a éstos de a dos por cama ni de disponer dos camas por habitación; si todos los jefes de familia, tan pronto como un doméstico -particularmente un doméstico- hubiera caído enfermo, se hubiesen visto obligados a enviarlo al hospital más próximo, con el consentimiento del enfermo; y si los inspectores hubiesen actuado del mismo modo con la pobre gente contaminada, estoy convencido -siempre lo he estado- de que al proceder así, en todas partes donde los desdichados se hubieran resignado a ello (y no de otra manera), y sin poner las casas bajo consigna, no habría que haber lamentado tantos miles de muertos. En efecto, fue posible observar -y yo podría citar varios ejemplos de mi conocimiento- casos en los que una familia, al caer enfermo un doméstico, tuvo tiempo de alejarlo, o bien de abandonar la casa, dejando en ella al afectado, como ya he explicado más arriba, lo cual preservó a todo el mundo; mientras que al clausurar la casa con uno o dos enfermos adentro, toda la familia perecía, y los enterradores se veían obligados a entrar en la casa para buscar los cuerpos que nadie podía llevar hasta la puerta, ya que, al fin y al cabo, no quedaba nadie para hacerlo. 3) Me parece fuera de duda que la calamidad se extendió debido al contagio, es decir, por ciertos vapores o hálitos que los médicos llaman efluvios, por la respiración o la transpiración, por las exhalaciones de las llagas de los enfermos, o por otras vías, todas ellas tal vez fuera del alcance de los médicos, efluvios que afectaban a los hombres sanos que se acercaban a cierta distancia de los enfermos y que penetraban inmediatamente en sus partes vitales, poniendo súbitamente su sangre en fermentación y agitando su espíritu hasta el grado en que pudo comprobarse. Luego estas-personas, a su vez infectadas, trasmitían del mismo modo el mal a otras más. Yo podría proporcionar algunos ejemplos que no dejarían de convencer a quienes los examinaran con seriedad. Ahora, cuando la epidemia ya ha pasado, no puedo oír sin sorprenderme que la gente hable de ella como de un castigo del cielo que cayó sin la intervención de medio alguno, con la misión de herir a tal o cual persona y no a otra. Esto me parece una prueba patente de ignorancia y de exaltación, y la observo con cierta piedad. En cuanto a la opinión de otras personas que dicen que la infección fue traída únicamente por el aire, por el gran número de insectos y de criaturas invisibles que éste arrastra -que penetran en el cuerpo por la respiración y hasta por los poros de la piel, exhalando o engendrando violentísimos venenos u óvulos o huevos envenenados que al mezclarse con la sangre infectaban el cuerpo, la considero llena de una sencilla sabiduría, y considero que su evidencia ha sido probada por la experiencia universal. Pero cuando llegue el momento oportuno he de decir más a este respecto.