Nuevamente debo observar que la necesidad de salir de las casas para comprar provisiones fue, en gran medida, la ruina de nuestra ciudad, pues en tales ocasiones las personas se contaminaban unas a otras, y hasta las provisiones quedaban a menudo infectadas. Tengo la certeza de que los carniceros de Whitechapel, donde se faenaba la mayor parte de la carne, fueron lamentablemente afectados, al menos hasta el punto de que muy pocos de sus comercios quedaron abiertos. Los que no contrajeron la peste, mataban su ganado en Mile End, o de este lado, y en caballos llevaban la carne al mercado.
No obstante, la pobre gente no podía aprovisionarse y tenía necesidad de ir al mercado o de enviar a sus sirvientes o a sus hijos; y como esta necesidad se renovaba día tras día, había en el mercado un gran número de personas enfermas: muchos acudían sanos y regresaban trayendo con ellos la muerte.
Es verdad que se tomaban todas las precauciones posibles. Cuando alguien compraba un trozo de carne, no tomaba éste de manos del carnicero, sino que directamente lo sacaba del gancho. Y por otra parte el carnicero no tocaba el dinero: lo hacía depositar en un pote lleno de vinagre, destinado a este uso. El comprador siempre llevaba monedas, a f n de poder pagar exactamente la suma que fuera, sin necesidad de vuelta. También llevaban frascos de esencias y perfumes; se empleaban todos los medios de que fuera posible valerse. Pero los pobres no disponían de ninguno de tales medios y corrían todos los riesgos.
Día tras día oíamos un número infinito de historias a este respecto. A veces un hombre, o una mujer, caía en el mercado mismo, porque muchos de los que llevaban la peste lo ignoraban, hasta que la gangrena interior afectaba sus centros vitales; entonces morían en unos pocos momentos. Por eso muchos perecieron súbitamente en la calle sin la menor advertencia. Otros tuvieron el tiempo justo de ir hasta el puesto más próximo, o bajo un soportal, para sentarse y morir, como ya dije antes.
Esto era cosa tan frecuente en las calles cuando la peste arreciaba, que casi no se podía salir sin ver cadáveres por todas partes, extendidos sobre el suelo. Por otra parte, hay que señalar que en un comienzo las personas se detenían y llamaban a los vecinos para que vieran aquel cuadro, pero después no se le prestó a éste la menor atención. Cuando dábamos con un cuerpo, cruzábamos la calle y no nos acercábamos a él; si lo encontrábamos en un pasaje estrecho, volvíamos sobre nuestros pasos y buscábamos otro camino para dirigirnos a nuestros asuntos. En tal caso el cuerpo quedaba allí, hasta que los oficiales recibieran la correspondiente información y ordenaran recogerlo, o hasta que, llegada la noche, los enterradores que guiaban la carreta de los muertos lo alzaran y se lo llevaran. Las intrépidas criaturas que cumplían este oficio no dejaban de registrar los bolsillos ni de despojar de sus trajes a los muertos bien vestidos: se llevaban lo que podían.
Pero volvamos a los mercados. Los carniceros tomaban tantas precauciones, que en caso de muerte repentina siempre tenían a mano un par de mozos para poner el cadáver
en una angarilla y llevarlo al cementerio más próximo. Estos casos eran tan frecuentes, que el registro de defunciones los mencionaba bajo el rótulo de «Hallado muerto en la calle o en el campo», tal como se hace ahora, pero claro que mucho más en los «casos generales» de la gran epidemia.
Pero la epidemia alcanzó tal furia que hasta los mercados se vieron magramente provistos y muy poco frecuentados por los compradores, en comparación con lo que ocurría antes. El Lord Mayor recomendó a la gente de la campaña que trajera provisiones, que se detuviera al borde de los caminos que llevan a la ciudad, que se sentara allí junto a sus productos y que vendiera lo que había traído, y que regresara inmediatamente. Muchos fueron los que se animaron a proceder de esa manera, como que vendían sus provisiones a la entrada de la ciudad, e incluso hasta en el campo, principalmente más allá de Whitechapel, en Spitalfield, así como en St. Georges, Southwark, Bunhill y en un gran campo llamado Wood's Close, cerca de Islington. Allá enviaban el Lord Mayor, los concejales y los magistrados a sus agentes y criados a hacer las compras para sus familias, pues también ellos permanecían el mayor tiempo posible en su hogar, como la mayoría de la población. Una vez adoptado este método, los campesinos acudieron alegremente a llevar sus provisiones de todo tipo y muy pocos de ellos contrajeron el mal, lo que, supongo, confirmó el rumor de su milagrosa preservación.
En cuanto a mi pequeña familia, habiéndome aprovisionado, como ya dije, de pan, mantequilla, queso y cerveza, seguí el consejo de mi amigo médico y me encerré con ella, resuelto a sufrir la privación de vivir algunos meses sin carne antes que poner en peligro nuestra vida.
Pero si confiné a mi familia, en cambio no pude imponerle a mi curiosidad, imperfectamente satisfecha, que se quedara absolutamente quieta conmigo en la casa, y no pude impedirme salir, por mucho que generalmente hube de regresar angustiado y espantado.
Sólo que no lo hice con tanta frecuencia como al principio.