DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 26/04/2020
Por otra parte, cualquiera fuese el lugar donde uno oía la historia, los detalles eran siempre los mismos: era el trapo doble y mojado arrojado al rostro de un moribundo, y la asfixia de una niña, si bien resultaba evidente, al menos en mi opinión, que en aquellas cosas había más invención que verdad.
Es cierto, sin embargo, que todo aquello impresionó a la gente, por lo cual se volvió más prudente, según ya he dicho, sobre todo respecto de quienes introducían en sus casas y a los que confiaban su vida, y todos prefirieron, en la medida de lo posible, personas recomendadas. Y cuando no podían contar con éstas (porque en verdad no abundaban), se dirigían a los oficiales de la parroquia.
Pero también en ese aspecto la miseria de aquellos tiempos gravitó pesadamente sobre los pobres, que, una vez afectados, no tenían alimentos, ni remedios, ni médicos, ni farmacéuticos, ni nadie que los socorriera, ni nadie que los cuidara. Muchos murieron mientras pedían auxilio, con frecuencia incluso, gritando su hambre a través de las ventanas. Pero cabe añadir, eso sí, que cada vez que llegaba a oídos del Lord Mayor el caso de una persona o de una familia reducida a tal extremo, siempre se acudía en su ayuda.
Cierto es que en algunas casas cuyos moradores, sin ser especialmente pobres, habían alejado a las mujeres y los niños, así como a los domésticos, si los había, cierto es, digo, que tales moradores, para disminuir sus gastos, se habían encerrado y, no contando con socorro alguno, morían a solas.
Un vecino de mi conocimiento, con el propósito de que un tendero de Whitecross Street o de las inmediaciones, le facilitara algún dinero, envió a su aprendiz, un muchacho de unos dieciocho años, para que tratara de conseguirle crédito. El muchacho llegó hasta la puerta, la encontró cerrada y golpeó con fuerza. Le pareció que alguien le respondía desde el interior, pero no estaba, muy seguro. Esperó unos momentos y golpeó por segunda vez, y luego por tercera. Alguien bajó entonces por la escalera. Por fin el dueño de casa llegó a la puerta; estaba en calzoncillos y llevaba una chaquetilla de franela amarilla, un par de pantuflas sin medias, un bonete blanco en la cabeza y, como dijo el muchacho, « ¡la muerte en el rostro!».
Abriendo la puerta, dijo:
-¿Por qué viene a incomodarme?
El muchacho, aunque un poco sorprendido, respondió:
-Vengo de parte del señor...; mi amo me envía en busca de dinero. Me dijo que usted estaba al tanto de todo.
-Muy bien, hijo -contestó el fantasma viviente-. Al pasar por la iglesia de Cripplegate, detente y pide que repiquen las campanas.
Tras estas palabras volvió a cerrar la puerta, subió y murió ese mismo día, tal vez en ese mismo instante. Esta historia me la contó el propio muchacho en persona, y tengo mis buenas razones para darle fe. El caso debe de haber ocurrido cuando la peste no había llegado al máximo -en junio, se me ocurre, a fines de mes-, antes de que anduviera por la ciudad el carro de la muerte, cuando todavía se cumplía con la ceremonia de tocar las campanas por los difuntos. Efectivamente, esta ceremonia ya no se efectuaba en esa parroquia desde julio, como que hacia el 25 de este mes había quinientos cincuenta decesos y más por semana: no se podía andar con formalismos para enterrar a nadie, rico o pobre.