27 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 27/04/2020

Ya he mencionado que, pese al horror que suscitaba tamaña calamidad, el número de los ladrones era grande en cualquier sitio donde hubiese algo que hurtar; se trataba, por lo general, de mujeres. Una mañana, a eso de las once, fui hasta la casa de mi hermano, situada en la parroquia de Coleman Street, para ver si todo se hallaba en orden.
En la parte delantera de la casa había un pequeño patio con un muro de ladrillos y una verja; dentro, unos cuantos depósitos con mercancías de todo tipo. Ahora bien, uno de los almacenes guardaba varias cajas de sombreros para mujeres, traídos de la campaña y destinados, supongo, a ser exportados vaya uno a saber a qué país.
Al acercarme a la puerta de mi hermano, que daba a un lugar llamado Swan Alley, me sorprendió ver a tres o cuatro mujeres tocadas con aquel tipo de sombrero. Poco después reparé en que una de ellas, si no varias, también llevaba unos cuantos sombreros en las manos. Como no las había visto salir por la puerta, y como además ignoraba los modelos que había en el almacén de mi hermano, no se me ocurrió hablarles y atravesé la calle para evitar encontrarme con ellas -de acuerdo con la costumbre de aquel tiempo- por temor a la peste. Pero al aproximarme a la verja me crucé con otra mujer que también salía cargada de sombreros.
-¿Qué tiene que hacer aquí, señora? -le dije.
-Hay más gente en el lugar -respondió-, y no tienen que hacer más que yo.
Me apresuré a entrar, sin agregar una palabra, y la mujer aprovechó para escapar. Pero ya en la entrada vi que otras dos mujeres atravesaban el patio para salir, llevando, igualmente, sombreros en la cabeza y en las manos. Golpeé la puerta tras de N mí; ésta tenía pestillo y se cerró. Luego, volviéndome hacia las mujeres:
-¡Pero qué hacen ustedes aquí! -dije. Y les arranqué los sombreros.
Una de ellas, que no tenía, lo confieso, apariencia de ladrona, exclamó:
-Es cierto. Estábamos equivocadas. Pero se nos había dicho que estos bienes ya no pertenecían a nadie. Tómelos, si quiere, y vaya a ver allí dentro, porque todavía quedan otras clientas.
Lloraba. Tenía un aspecto tan lastimoso, que le devolví los sombreros. Abrí la verja y dije a aquellas mujeres que se fueran: no podía defenderme del sentimiento de compasión que me inspiraban. Pero apenas volví los ojos hacia el almacén, en la dirección que se me había señalado, vi a seis o siete mujeres más que se surtían de sombreros, con tanta tranquilidad, con tanta inconsciencia, como si estuviesen en lo de un sombrerero, comprando con dinero constante y sonante. Lo que me asombraba era, más que la vista de todas aquellas ladronas, las circunstancias en que me hallaba. Yo, que desde hacía varias semanas tenía miedo hasta de mi sombra y que llegaba al extremo de cruzar de vereda cuando me encontraba con alguien, estaba allí, metido en una multitud.
También ellas se mostraban sorprendidas, pero por otras razones. Dijeron ser vecinas y que se les había contado que aquellas prendas podían tomarse, porque ya no pertenecían a nadie, etc... Primero les hablé indignado, y luego, volviendo a la verja, retiré la llave:
eran mis prisioneras; las encerraría en el almacén y saldría en busca de los oficiales del Lord Mayor. Me suplicaron de todo corazón, alegando que habían encontrado la verja abierta, tal como la puerta del almacén, indudablemente fracturada por algún individuo que esperaba encontrar allí objetos de sumo valor. Esto parecía verosímil, pues la cerradura había sido saltada, y el candado, forzado, colgaba hacia el exterior. Y además los sombreros que faltaban no eran tantos.
Me dije, por fin, que no era ese el momento de mostrarse riguroso y cruel. Lo cual, por lo demás, me habría obligado, necesariamente, a permitir que se me acercara mucha gente y a ponerme en relación con muchas personas cuyo estado de salud yo desconocía. Por entonces la peste había alcanzado tal violencia, que hacía cuatro mil víctimas por semana. Al poner de manifiesto mi enojo, o bien al procurar justicia para las mercancías de mi hermano, iba a arriesgar mi propia vida. De manera que me limité a tomar el nombre y la dirección de aquellas mujeres.