28 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 28/04/2020

Vivían realmente en la vecindad, y les aclaré que mi hermano les ajustaría las cuentas cuando regresara a su casa. Pero ya empleaba un tono algo diferente, y les pregunté cómo era posible que hicieran semejantes cosas, en medio de la calamidad general y frente a los más terribles juicios de Dios, justamente cuando la peste estaba allí, a sus puertas, quizá hasta en sus propias casas. ¿Sabían acaso si dentro de algunas horas el carro de la muerte no vendría en su busca para llevarlas a la tumba?
Comprobé que mis palabras no causaban, mayor impresión, hasta el momento en que dos hombres, atraídos por el alboroto, se nos acercaron. Ambos conocían a mi hermano, pues habían sido empleados de la familia, y acudían en mi ayuda. Como eran vecinos, conocían a tres de las mujeres y me dijeron que efectivamente éstas vivían allí, con lo que pareció que los datos que me habían dado antes eran exactos.
Esto trae a mi memoria algunos recuerdos de aquellos hombres. Uno de ellos se llamaba John Hayward y era por entonces subsacristán en la parroquia de St. Stephen, en Coleman Street. Por subsacristán se entendía entonces el que cavaba las fosas y enterraba a los muertos. El hombre cargaba, o ayudaba a cargar, los cuerpos amortajados, con el ceremonial de costumbre. Cuando las pompas fúnebres quedaron suprimidas, él fue quien salió con la carreta y la campana a buscar los cadáveres, casa por casa. Debía recogerlos en las habitaciones mismas, pues la parroquia presentaba, y aún presenta, la notable particularidad de poseer, más que cualquiera otra de Londres, un gran número de caminos y pasajes muy estrechos, por los que los coches no pueden internarse; razón por la cual era necesario internarse en ellas y transportar los cadáveres a través de una larga distancia. De aquellos pasajes todavía subsisten algunos, como Whit's Alley, Cross Key Court, Swan Alley, Bell Alley, White Horse Alley y muchos otros. Por allí iban con una especie de parihuela en la que depositaban los cuerpos para conducirlos a la carreta. Y el hombre que efectuaba aquel oficio nunca contrajo la enfermedad, sino que vivió unos veinte años más y era al morir sacristán de la parroquia. Su mujer cuidaba enfermos y atendió a muchos de los que murieron en la parroquia; los oficiales la recomendaban por su honradez: también ella permaneció indemne.
Él no usaba preservativo alguno contra la infección, a no ser la ruda y el ajo que siempre iba chupando y el tabaco que fumaba. El mismo me lo contó. En cuanto a los remedios de su mujer, éstos consistían en lavarse con vinagre la cabeza y en rociar también con vinagre el pañuelo que se ponía sobre el cabello, de manera que éste siempre estuviese húmedo; y si los olores de su enfermo eran más fuertes que de ordinario, aspiraba vinagre y volvía a rociar su velo, y se tapaba la boca con un pañuelo empapado igualmente en vinagre.
Debo decir que la peste, por mucho que arreciara con mayor violencia sobre los pobres, no impedía que éstos fuesen los más fueron a depositar el cuerpo de un apestado,
justo al lado del flautista, creyendo que el desventurado era un cadáver dejado allí por algún vecino.
Así cuando John Hayward, su campana y su carreta pasaron, encontraron en aquel umbral dos cadáveres, los recogieron con el instrumento de que se valían para ello, los arrojaron sobre la carreta y continuaron su fúnebre recolección. Durante todo ese tiempo, el cantor dormía profundamente. Por fin la carreta llegó al sitio en donde los cuerpos eran arrojados a tierra; era, lo recuerdo, en Mount Mill. Como de costumbre, se detuvieron un rato antes de volcar la triste carga. De pronto el hombre se despertó y trató de sacar la cabeza por entre los cadáveres; luego, irguiéndose, exclamó:
-¡Eh! ¿Dónde estoy?
Los hombres de servicio se sobrecogieron de miedo. Pero John Hayward, en seguida de una breve pausa, les volvió el alma al cuerpo:
-¡Dios nos bendiga! -dijo-. En la carreta hay alguien que no está del todo muerto.
Entonces otro gritó:
-¿Quién eres?
Y el mísero respondió:
-Soy el pobre flautista. ¿Dónde estoy?
-¿Dónde estás? -dijo Hayward-. ¡Vaya! Estás en la carreta de los muertos, y nosotros estamos a punto de enterrarte.
-Pero no estoy muerto, ¿verdad?
Esta pregunta provocó una carcajada, aunque, como decía John, los asistentes se hallaban realmente espantados. Entonces ayudaron al pobre hombre a bajar de la carreta, y así regresó a sus asuntos.
Sé que la historia añade que el cantor tocó su flauta en el carruaje y que tanto horrorizó a aquella gente, que todos huyeron. Pero John Hayward no contó la aventura así, ni dijo palabra de aquella música. Pero de que el pobre flautista fue transportado como conté, estoy completamente seguro.