DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 29/04/2020
En este punto hay que destacar que las carretas mortuorias de la ciudad no estaban reservadas a parroquias particulares, sino que cada una de ellas servía a varias de éstas, según el número de muertos. Tampoco se hallaban obligadas a transportar los cadáveres dentro de sus respectivas parroquias, y muchos cuerpos, recogidos en la ciudad, fueron enterrados en las afueras, por falta de lugar.
Todos sabíamos que muchas criaturas, golpeadas por la enfermedad y reducidas a la desesperación, se volvieron idiotas o melancólicas a la vista de su miseria y huyeron a los bosques o a los campos, a sitios secretos y extraños, para arrastrarse bajo un zarzal o un seto y morir allí.
Los habitantes de las aldeas vecinas solían llevarles por piedad, algún alimento que depositaban a cierta distancia, a fin de que pudiesen ir a buscarlo si se sentían capaces de hacerlo. A veces los infelices carecían de fuerza para ello, y los campesinos hallaban a los pobres diablos rígidos, muertos, e intacto el alimento. El número de aquellos miserables fue grande; sé de muchos que perecieron así, y con tal exactitud lo sé, que aún ahora creo poder dar con el sitio de su sepultura y desenterrar su osamenta. Porque la gente del campo iba y cavaba una fosa a cierta distancia, y luego, con unas largas estacas rematadas con un gancho, empujaban los cuerpos al hoyo y los tapaban con tierra, desde tan lejos como podían, observando la dirección del viento y colocándose, como dicen los marineros, con «viento en proa» para que no les llegara el hedor. De ese modo muchos se fueron de este mundo sin que nadie lo supiera, y sin que los registros de mortalidad los tomaran en cuenta.
Estas cosas las supe por los relatos de los demás, porque yo iba muy rara vez al campo, si no era hacia Bethnel Green y Hackney. Pero cuando salía de paseo siempre veía a lo lejos un gran número de infelices vagabundos. No podía saber mayor cosa de ellos, ya que cuando uno veía que alguien se le acercaba, tanto en la calle como en el campo, la táctica general consistía en huir de él. Sin embargo, creo que este relato es verídico.
Ya que he venido a parar en mis paseos por las calles y los campos, no puedo dejar de decir de qué modo en aquellos momentos la ciudad se hallaba desolada. La gran calle en que yo vivía y que es conocida como una de las más anchas de Londres, tanto de los aledaños como de las zonas francas, se parecía más bien a un verde campo antes que a una calle pavimentada, sobre todo en el barrio de los carniceros, especialmente de los que carecían de local, y la gente andaba generalmente por el medio de la calzada, entre los coches y los caballos. La parte más alejada, hacia la iglesia de Whitechapel, no estaba pavimentada, pero hasta en la parte pavimentada crecían hierbas. Sin embargo, esto no parecía extraño, pues las grandes arterias de la ciudad, como la calle Leadenhall, la de Bishopsgate, Connhill y hasta la propia calle de la Bolsa tenían pasto en varios sitios. Ni a la mañana ni a la noche se veían coches ni carretas en las calles, excepción hecha de unos pocos carretoncitos de campesinos que traían zanahorias, alubias, guisantes, heno y paja al mercado, pero eran muy pocos comparados con la circulación ordinaria. En cuanto a los coches, apenas se los empleaba, a no ser para transportar enfermos a los lazaretos u hospitales y a veces para llevar a los médicos a algunos sitios en los que parecía posible arriesgarse. En verdad, los coches representaban una cosa peligrosa, y la gente no intentaba aventurarse: nunca se sabía a quién habían llevado en último término, y era cosa corriente que hubieran transportado hasta algún lazareto a enfermos y contaminados que solían expirar mientras iban de camino.
Cuando la infección llegó al extremo de que he hablado, muy pocos médicos se preocuparon por salir a visitar a los enfermos, y además muchos de los más eminentes murieron, así como gran número de cirujanos. Habíamos llegado a una época verdaderamente terrible, y durante un mes, o poco más o menos, murieron, término medio, de 1500 a 1700 infelices por día, sin tener en cuenta las anotaciones de los obituarios.