Creo que la peor jornada que tuvimos en aquel período fue a principios de septiembre, cuando comenzaba a pensarse que Dios había resuelto terminar con el pueblo de aquella miserable ciudad. Era en los momentos en que la peste arreciaba en las parroquias del este. En mi opinión, en la de Aldgate hubo más de mil entierros por semana durante quince días, aunque los registros no hablasen de ese número. Lo cierto es que me encontraba rodeado a tal punto de apestados, que de cada veinte casas no quedaba una sola indemne en las Minories, Houndsditch y los barrios de la parroquia de Aldgate, cerca de Butcher Row y los callejones situados un poco más allá, justo enfrente de mi casa. En todos aquellos lugares, la muerte reinaba en cada esquina. Whitechapel se encontraba en las mismas condiciones, aun cuando la estadística fuera muy inferior a la de mi parroquia; los registros declaraban allí seiscientos entierros por semana, pero el número verdadero era, en mi opinión, el doble. Familias y hasta calles enteras habían sido barridas de una sola vez, hasta tal punto, que a menudo ocurría que los vecinos llamaban al campanero para que fuera a tal o cual casa a recoger los cadáveres, ya que todos los moradores de ésta habían sucumbido. El trabajo de transportar los cuerpos en las carretas se volvió tan odioso y peligroso que había quejas acerca de los recogedores de cadáveres, en el sentido de que no se preocupaban demasiado por limpiar las casas; hubo veces en que todos los moradores de alguna de éstas permanecieron varios días sin sepultura, hasta que las familias vecinas, emponzoñadas por la fetidez, fueron a su vez contaminadas. Esta negligencia alcanzó tales proporciones, que los mayordomos y los condestables se vieron obligados a vigilar para desterrarla, y hasta los jueces debieron socorrer y animar a los saca cadáveres, con peligro de su vida, como que muchos de ellos murieron debido a la enfermedad que contrajeron por haberse aproximado al cuerpo de los muertos. De no haber habido un número tan grande de desventurados en busca de trabajo y pan (como ya lo he dicho), apremiados por la necesidad de emplearse en lo que fuera y resueltos a correr cualquier riesgo, nunca se habría podido contar con nadie. Y entonces los cadáveres habrían permanecido en el suelo, pu-
driéndose y deshaciéndose de una manera espantosa. Nunca se felicitará demasiado a los magistrados por haber hecho enterrar con tanto orden a los muertos. En efecto, tan pronto como uno de los empleados asignados a esta tarea caía enfermo o moría -cosa que ocurrió con harta frecuencia-, su lugar era ocupado por otro, que, gracias a la multitud de desocupados, no era difícil de encontrar. A causa de ello, y pese al número infinito de enfermos y muertos, siempre los cadáveres fueron recogidos y transportados cada noche, de modo que nunca pudo decirse que en Londres los vivos no fueran capaces de enterrar a los muertos.
La desolación crecía por momentos en aquellas terribles horas, y con ella crecía también el espanto de la gente: en la violencia de la angustia, mil cosas increíbles se cometieron, y otras mil, de igual modo, en la agonía de la enfermedad. Y todo ello fue muy amargo. Unos iban por las calles dando gritos y alaridos y retorciéndose las manos; otros rezaban, alzando los brazos al cielo para implorar la misericordia divina. No puedo decir que esto no haya sido un efecto del delirio; pero, aun admitiéndolo, era un índice de una tendencia más seria, y valía, en fin de cuentas, mucho más que los gritos terribles y los alaridos que día tras día se escuchaban en algunas calles, sobre todo al caer la noche. Supongo que se ha oído hablar del famoso Solomón Eagle, el extático. Sin hallarse enfermo, a no ser de la cabeza, iba por la ciudad denunciando el juicio de Dios, y lo hacía de un modo espeluznante; a veces andaba completamente desnudo y llevaba sobre su cabeza una olla con carbones encendidos. Yo no podría en verdad repetir lo que él decía.
Tampoco podría afirmar si aquel predicador se hallaba o no en sus cabales, o si actuaba por puro celo para con la pobre gente cuando, noche tras noche, recorría las calles de Whitechapel, con las manos hacia el cielo, repitiendo sin cesar estas palabras de la liturgia de la iglesia: «Dios santo, protégenos, salva a tu pueblo, Tú que lo redimiste con tu preciosísima sangre». Digo que nada preciso puedo conjeturar acerca de aquellas cosas que se me aparecían como objetos de horror al contemplarlas desde la ventana de mis habitaciones (que muy rara vez abría durante la violencia de la peste, pues me había confinado en mi propia casa). Era el momento en que muchos comenzaban a pensar y hasta a decir que nadie se salvaría. En verdad, también yo estaba muy cerca de creerlo y por eso me quedé en mi casa durante más o menos una quincena, sin salir para nada. Pero no podía soportarlo. Además, había personas que a pesar del peligro no desatendían el servicio público de Dios, ni siquiera en los momentos más peligrosos. Y aunque es cierto que muchos pastores cerraron su templo y huyeron, como cualquier hijo de vecino, para salvar su vida, no todos procedieron del mismo modo. Algunos corrieron el riesgo de oficiar. De cuando en cuando pronunciaban sermones o breves exhortaciones al arrepentimiento y a la reforma de la vida, lo cual duró mientras hubo gente dispuesta a escucharlos. Otro tanto hicieron los sectarios disidentes en las parroquias cuyos ministros habían muerto o huido. En semejantes momentos no había ánimo para hacer distinciones.
Cosa deprimente era, en verdad, oír los lamentos de los moribundos: llamaban a los pastores para que los reconfortaran y rezaran con ellos, para que los aconsejaran y dirigieran, implorando a Dios perdón y misericordia y confesando en voz alta sus pecados. Se habría podido enternecer el corazón más impenitente con las advertencias que los moribundos daban a los demás, como cuando decían, por ejemplo, que no hay que aplazar la hora del arrepentimiento hasta la llegada de los días de aflicción, porque el tiempo de la calamidad no es el del remordimiento y porque el momento de la catástrofe no es el de la invocaciones de Dios y nunca lo será. Yo quería poder reproducir el tono mismo de aquellos lamentos, de las exclamaciones que lanzaban aquellos pobres moribundos en lo peor de la agonía y la aflicción, y lograr que el lector oyese aquellas voces que todavía suenan en mis oídos.
Si tan sólo me fuera posible poner aquí algunos acentos lo bastante conmovedores para suscitar la alarma en el alma misma del lector, entonces me alegraría de haber escrito estas cosas, por peregrino e imperfecto que sea mi relato.