4 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

ENTREGA 04/04/2020

La verdad es que la situación de los sirvientes resultaba muy triste, como tendré ocasión de expresar otras veces, porque era de prever que un número prodigioso de ellos sería despedido, como efectivamente sucedió. Y perecieron en abundancia, especialmente entre aquellos a quienes los falsos profetas habían ilusionado con la esperanza de que sus amos no los abandonarían y los llevarían al campo con ellos; y como no se había previsto ayuda pública para estas criaturas miserables, cuyo número era excesivamente grande (como fatalmente debe ser en casos de esta naturaleza), ellos estaban en peor condición que cualquiera.
Pensamientos de esta clase agitaron la mente del vulgo durante varios meses, mientras las primeras aprensiones se cernían sobre la ciudad, cuando la peste aún no había irrumpido. Pero tampoco debo olvidar que los ciudadanos más serios se comportaron de otro modo. El Gobierno aumentó su devoción, y designó predicadores públicos y días de ayuno y humillación para confesar públicamente los pecados e implorar la misericordia de Dios, con el fin de conjurar la horrible sentencia que pendía sobre nuestras cabezas. Es imposible describir con cuánta presteza se aferró de esta oportunidad todo el mundo, sin distinción de creencias; cómo afluyeron a las iglesias y mítines, y cómo se apiñaron en muchedumbres tan apretadas que ni siquiera había forma de acercarse a las entradas de las iglesias más grandes. También se establecieron en varias iglesias predicadores que oraban por la mañana y por la tarde, y en otros lugares se señalaron días de ruego privado; a todo lo cual la gente asistía, lo repito, con devoción poco común. Muchas familias de distintos credos guardaban ayunos familiares, de los que sólo participaban sus parientes más cercanos. En una palabra, quienes eran verdaderamente serios y religiosos se aplicaban, de manera verdaderamente cristiana a un adecuado trabajo de arrepentimiento y humillación, tal como un cristiano debe hacerlo.
Además, el público mostró que afrontaría su parte en el asunto; la misma Corte, que entonces era alegre y fastuosa, adoptó cierto aire de interés ante el peligro. Se prohibió la peste en escena de todas las obras y entremeses que, al estilo de la corte francesa, habían empezado a extenderse entre noso-
tros; fueron cerradas y suprimidas las casas de juego, salas de baile y casas de música que se estaban multiplicando y comenzaban a corromper las costumbres; y los payasos, bufones, títeres, volatines y los números similares que habían embrujado al público ordinario cerraron sus tiendas, en las que ya no había movimiento alguno, porque otras ideas agitaban las mentes, y una suerte de tristeza y horror ante esas ideas se instaló hasta en los semblantes de la gente común. Ante sus ojos estaba la muerte, y todos comenzaron a pensar en sus tumbas, no en regocijo ni diversiones.
Pero aun aquellas sanas reflexiones -que, correctamente dirigidas, hubieran conducido a la gente a caer sobre sus rodillas, confesar sus pecados y elevar la vista hacia el misericordioso Salvador en busca de perdón, implorando su compasión en el tiempo de la angustia, con lo que hubiéramos podido resultar una segunda Nínive- tuvieron un efecto totalmente opuesto sobre el pueblo, ignorante y estúpido en sus deducciones. Así como antes se había mostrado inicuo y atolondrado, ahora fue arrastrado por el miedo a extremos de tontería. Antes, para saber qué sería de ellos, corrieron hacia nigromantes, conjuradores, brujos y toda clase de embaucadores (que alimentaban sus temores y los mantenían constantemente alarmados y desvelados con el propósito de engañarlos y saquear sus bolsillos); idéntica locura mostraron en sus corridas hacia los curanderos, charlatanes y toda vieja practicante, en busca de medicinas y remedios. Se aprovisionaron de tal cantidad de píldoras, pociones y preservativos -como se los llamaba- que no sólo desperdiciaban su dinero, sino que se envenenaban anticipadamente por miedo al veneno de la infección, y preparaban sus cuerpos para recibir la peste, en vez de protegerse contra ella.
Por otra parte, los frentes de las casas y las esquinas de las calles fueron pegoteados de un modo increíble, y a duras penas imaginable, con afiches de doctores y anuncios de charlatanes ignorantes que se metían a médicos, e invitaban a acudir a ellos por remedios que generalmente eran adornados con floripondios como estos: «Infalibles píldoras preventivas contra la peste», «Preservativos contra la infección. Nunca fallan», «Cordial Soberano contra la corrupción del aire», «Exacta conducta a seguir con el organismo en caso de infección», «Píldoras Antipeste», «Incomparable poción contra la plaga, nunca descubierta hasta ahora», « Un remedio universal para la peste», «La única verdadera agua de peste», «Antídoto real contra toda clase de infecciones», y así en cantidad mayor de la que puedo enumerar, que si pudiera hacerlo llenaría un libro con estos anuncios.