ENTREGA 06/04/2020
Podría gastar mucho tiempo protestando contra la locura -y en verdad, la perversidad-de estas costumbres, en una época tan peligrosa y en asunto de tan graves consecuencias como una infección nacional. Pero mis apuntes prefieren informar del hecho y presentarlo tal como sucedió. Cómo la pobre gente descubrió la insuficiencia de esos métodos y cómo muchos de ellos fueron más tarde transportados en las carretas de la muerte y arrojados en la fosa común de cada parroquia con todos esos talismanes y cachivaches infernales colgando de sus cuellos, es un asunto que queda para conversarlo más adelante.
Todo esto fue consecuencia de la confusión que se produjo cuando el pueblo notó que la epidemia estaba a la vista, que ya se había infiltrado. Se podría decir que esto sucedió hacia el día de San Miguel de 1664, o, particularmente, después que murieron los dos hombres en el distrito de St. Giles a comienzos de diciembre; y nuevamente, tras una alarma que hubo en febrero. Porque cuando la epidemia se diseminó ostensiblemente, pronto empezaron a ver la locura que era confiar en esos seres incapaces que los habían estafado. Entonces, sus miedos tomaron otros caminos: el del aturdimiento y la estupidez, sin que supieran qué derrotero seguir o qué hacer para ayudarse o aliviarse. Corrían de una casa a la otra, y aun por las calles, de una puerta a la otra repitiendo a los gritos: «¡Señor, ten piedad de nosotros! ¿Qué haremos?»
Es cierto que esa pobre gente merecía ser compadecida en un punto particular, en el que tenían poco o ningún alivio, y que deseo mencionar con serio y reflexivo respeto, aunque pueda no agradar a algunos de los lectores: sucede que la muerte no comenzó entonces, como se podría decir, a revolotear sobre la cabeza de cada uno individualmente, sino que la veían en sus casas y alcobas, y fijaba la mirada en sus caras. Aunque pudiera existir en algunos cierta estupidez y pesadez mental (y la hubo en cantidad), había también mucha alarma justa fondeada en la profundidad del alma de otros. Muchas conciencias fueron estimuladas; muchos corazones duros se deshicieron en lágrimas; se hizo mucha penitente confesión de crímenes largamente escondidos. Hubiera lastimado el alma de cualquier cristiano haber oído los quejidos mortales de tanta criatura desesperada, sin que nadie se atreviera a acercarse para consolarlas. Más de un robo, más de un asesinato fueron confesados entonces a viva voz, y nadie sobrevivió para recordar esos relatos. Aun cuando pasábamos por las calles, podíamos oír a la gente implorando misericordia a Dios, a través de Jesucristo, y diciendo: «He sido un ladrón», «He sido un adúltero», «He sido un asesino» y cosas por el estilo; nadie se atrevía a detenerse para hacer la menor inquisición o para administrar alivio a las pobres criaturas que así gritaban, con el alma tan angustiada como el cuerpo. Al principio, algunos clérigos visitaban brevemente a los enfermos, pero esto no debía hacerse. Entrar en ciertas casas hubiera significado la muerte. Hasta los enterradores, que eran los seres más endurecidos de la ciudad, se vieron a veces vencidos y tan aterrorizados, que no se atrevían a entrar en casas donde familias enteras habían sido barridas de una vez, y en las que las circunstancias imponían un horror más particular. Pero esto, en verdad, sucedió durante el primer ardor de la enfermedad.
El paso del tiempo los acostumbró a todo, y más tarde se aventuraban en cualquier lugar sin vacilaciones, como tendré ocasión de contar con mayor detalle más adelante.
Estamos en que, como he dicho, la peste se desató y los magistrados comenzaron a pensar seriamente en el estado de la población. Sobre qué hicieron por el bien de los habitantes y de las familias infectadas, dejaré que hablen los hechos mismos. Pero en lo que se refiere a la salud pública, conviene señalar aquí que, viendo la estupidez del populacho que corría hacia la locura detrás de curanderos, charlatanes, brujos y adivinos, el Lord Mayor, un caballero muy sobrio y religioso, designó médicos y cirujanos para aliviar a los pobres -quiero decir a los enfermos pobres-, y en especial ordenó al Colegio de Médicos la publicación de instrucciones acerca de remedios baratos para todas las instancias de la enfermedad. La verdad es que esta fue una de las cosas más caritativas y juiciosas que se pudieron hacer en aquel tiempo, pues contribuyó a que la gente no se agrupara frente a las puertas de los dispensadores de recetas, y a que no tomara ciegamente y sin consideración pócimas que daban purga y muerte en lugar de vida.
Para dar a conocer estas directivas se consultó al Colegio en pleno; se las calculó especialmente para el uso de los pobres, se recomendaron medicinas baratas y se dieron copias gratis a todo el que las deseara. Pero como este es un hecho públicamente conocido, no necesito importunar con él al lector.