DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 11/05/2020
Regresemos a mis viajeros. Fueron simplemente examinados, y como parecían provenir más bien del campo que de la ciudad, tanto mejor dispuestos para con ellos encontraron a los habitantes. Estos charlaron con ellos y los hicieron pasar a un albergue en donde se encontraban el condestable y sus guardias, quienes les dieron de beber y de comer, lo cual les devolvió fuerza y ánimo. Entonces se les pasó por la mente la idea de que, si más adelante volvían a ser interrogados, dirían que venían de Essex y no de Londres. Para consumar este pequeño fraude, se conquistaron la simpatía del condestable de Old Ford, hasta el punto de que éste les extendió un certificado que atestiguaba que los viajeros habían pasado por su aldea provenientes de Essex, sin haber estado en Londres, lo que, aunque falso en la acepción común de la palabra Londres, era literalmente exacto, ya que Wapping y Ratcliff no formaban parte de la ciudad misma ni de la zona franca.
El certificado, presentado ante el condestable de Homerton -uno de los jueces de la parroquia de Hackney-, les rindió tan buenos frutos, que obtuvieron de esa autoridad no sólo el derecho de tránsito, sino además un certificado de salud en debida forma del juez de paz, quien, bajo la palabra del condestable, se los extendió sin la menor dificultad. Atravesaron, pues, la muy dividida ciudad de Hackney (porque en aquella época la formaban varias villas separadas) y continuaron su viaje hasta alcanzar el camino real del norte, en la cumbre de la colina de Stamp-fold.
Entonces comenzaron a sentirse fatigados y resolvieron armar su tienda de campaña y acampar esa noche en el camino que da la espalda a Hackney, poco antes del sitio en donde desemboca en el camino real. Pusieron manos a la obra, procurando armar la tienda frente a un granero o cosa parecida que habían encontrado allí y después de haberse cerciorado, tanto como les fue posible, que adentro no había nadie. Procedieron de ese modo, igualmente, a causa del viento, que soplaba con mucha fuerza, y porque eran novicios en esa forma de alojarse: apenas sabían armar su tienda.
Se acostaron. Pero el carpintero, hombre grave y sensato, no se sentía tranquilo con acostarse así, tan despreocupadamente, esa primera noche. No podía dormir; después de haberlo intentado en vano, resolvió salir y hacer de centinela, con el fusil al hombro, montando guardia por sus compañeros. Comenzó a pasearse por delante del granero que se alzaba en aquel campo, junto al camino, del que estaba separado por un seto. Hacía apenas un rato que montaba guardia, cuando oyó ruido de gente que se acercaba. Parecían muchos y se dirigían, creyó él, hacia el granero. No despertó aún a sus compañeros, pero minutos después, y debido a que el ruido aumentaba, el panadero lo llamó, preguntándole qué ocurría y levantándose con rapidez; el tercero, el velero lisiado, que era el más fatigado, permaneció acostado en la tienda.
Tal como pensaban, la gente fue directamente hacia el granero. Uno de nuestros viajeros interpeló a los intrusos como todo un soldado de guardia:
-¿Quién va?
Los intrusos no respondieron en seguida; luego uno de ellos, dirigiéndose a otro que venía detrás, dijo:
-¡Ay, ay, ay! ¡Qué desilusión! ¡Se nos han adelantado! ¡El granero ya ha sido tomado!
Y se detuvieron sorprendidos. Eran más o menos trece, contando algunas mujeres. Se consultaron sin saber qué hacer; por sus palabras, pronto nuestros viajeros se dieron cuenta de que era gente tan pobre como ellos que buscaba un refugio seguro. Además, no tenían que temer que se les acercaran, pues al oír el «¿Quién va?» las mujeres, despavoridas, habían exclamado: «¡No se les acerquen! ¡No sabemos si tienen la peste!» Y cuando uno de los hombres dijo: «Al menos déjennos que les hablemos», las mujeres contestaron: «¡No, bajo ningún pretexto! Hasta ahora hemos escapado gracias a la bondad de Dios. No nos hagan correr otros peligros, se lo suplicamos.»
Nuestros viajeros comprendieron entonces que se hallaban ante gente seria, ante gente que huía para tratar de salvar su vida, como ellos mismos. Y recuperado el ánimo, John dijo a su camarada carpintero:
-Tranquilicémoslos como mejor podamos. Y el carpintero les habló:
-Atiendan, buena gente. Por su conversación hemos comprendido que huyen del mismo terrible enemigo que nosotros. No teman; sólo somos tres hombres pobres. Si la epidemia no los ha afectado, ningún mal les haremos. Hemos acampado en este granero, pero en nuestra tienda de campaña, que ahora mismo vamos a quitar por ustedes; podemos volver a armarla en cualquier otro sitio.