17 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 17/05/2020

La gente de Epping les repitió que en verdad, si se decían sanos y salvos, ellos no tenían la misma certeza, y que por Walthamstow acababa de pasar, según se decía, una muchedumbre de personas que habían declarado estar sanas, como ellos, pero con la amenaza de saquear la ciudad y de proseguir su camino por la fuerza, con o sin autorización de los oficiales de la parroquia; que eran más de doscientos, armados y provistos j de tiendas de campaña, como los soldados de los Países Bajos; que habían extorsionado a la población de aquella ciudad, arrancándole provisiones con la amenaza de quedarse a vivir allí a sus expensas, y que mostraban sus
armas y hablaban en un lenguaje de soldados. Varios de ellos habían partido en dirección de Romford y Brentwood, para contaminar toda la región y llevar la peste a las dos grandes ciudades, aun cuando ya nadie se atrevía a ir al mercado como de costumbre. En cuanto a ellos, no cabía duda de que formaban parte de aquel grupo; de ser así, merecerían ser arrojados al calabozo en reparación de los daños causados y por el temor y el terror en que habían hundido a la región.
John respondió que las acciones ajenas no eran de su incumbencia. Les aseguró que todos cuantos se encontraban allí formaban un mismo grupo y nunca habían sido más de los que eran en ese momento (lo cual, entre paréntesis, era la pura verdad), y que si al principio habían constituido dos grupos separados, el camino los había juntado por la similitud de sus casos. Estaban dispuestos a proporcionar acerca de ellos todos los informes que quienquiera deseara conocer, inclusive sus nombres y apellidos y sus lugares de residencia, para que se los responsabilizara de todos los desórdenes que pudieran cometer. Los ciudadanos podían ver que se contentaban con una vida ruda y que sólo deseaban respirar un poco de aire puro en aquel bosque, porque ya no podían estar en donde el aire no lo fuera y levantarían campamento si advertían que el de allí no lo era.
-Pero -respondieron los ciudadanos- ya cargamos con demasiados pobres y debemos velar por que su número no crezca. Está claro que ustedes no pueden asegurarnos que no representarán una carga para nuestra parroquia, tanto como no pueden afirmar que son inofensivos respecto de la infección.
-¡Oh, perdón! -exclamó John-. ¡En cuanto a ser una carga, espero que no lo seamos! Si nos procuran los víveres necesarios, sabremos recompensarlos. Como ninguno de nosotros vivía de limosnas cuando nos hallábamos en nuestro hogar, nos comprometemos a pagarles íntegramente, si Dios quiere devolverle a Londres su salud y restituirnos sanos y salvos a nuestras familias y a nuestros hogares. Si alguno de nosotros muriera aquí, los sobrevivientes lo enterrarán, y de este modo no les causaremos el menor gasto, a no ser que muramos todos, porque en tal caso, en verdad, el último no podría enterrarse a sí mismo; este sería el único gasto que les causaríamos y que también sería cubierto, estoy convencido de ello -añadió John-, con lo que habría de dejar tras de él. Y, por otra parte, si prefieren cerrar sus corazones a toda comprensión y no ayudarnos, no tomaremos nada por la violencia y a ninguno de ustedes robaremos nada; pero si ya gastado lo poco que tenemos morimos de hambre, entonces, ¡hágase la voluntad de Dios!
Tan bien predispuso John el ánimo de los ciudadanos al hablarles pausada y racionalmente, que éstos se marcharon y, aunque no llegaron a darles el beneplácito, no los molestaron ya más. Durante tres o cuatro días, aquella pobre gente continuó viviendo en paz. Entonces descubrieron una casa de provisiones bastante apartada, en las afueras de la ciudad. Y ordenaban de lejos lo que necesitaban; les dejaban las cosas a cierta distancia, y ellos siempre, con toda decencia, les pagaban.
Ya la gente joven de la ciudad solía acercárseles; los observaban y a veces, a distancia, les hablaban. Pudo sobre todo advertirse, el primer sábado, que aquella pobre gente tuvo un verdadero acto de recogimiento: adoraron, juntos, a Dios, y se les oyó cantar algunos salmos.
Su conducta pacífica e inofensiva comenzó a granjearles la simpatía de los habitantes de la región, quienes dieron en compadecerlos y en hablar de ellos en términos muy favorables. Consecuencia de lo cual fue que una noche, más que húmeda, lluviosa, cierto señor que vivía en las inmediaciones les envió un pequeño cartón con doce haces de paja, para que tuvieran en qué acostarse y con qué recubrir sus barracas, de modo que no sufrieran la humedad. El pastor de la parroquia, ignorante de aquel gesto de altruismo, envió dos sacos de centeno y medio saco de guisantes.