DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 20/05/2020
Les faltaba madera para arreglar los marcos de las ventanas, el suelo, las puertas; pero como se habían granjeado la simpatía de todos los pobladores de la región debido al favor que les dispensaba el caballero que ya he mencionado, y como se los sabía en cabal estado de salud, todos los ayudaron con lo que pudieron. En una palabra, se instalaron allí decididos a no moverse más, y vieron que en todas partes la campiña se alarmaba ante la presencia de quienquiera que viniese de Londres, y que en ninguna parte se dejaba entrar a los viajeros, a no ser con las mayores objeciones, en lugar de la amistosa acogida y del socorro que ellos habían encontrado.
Pese, no obstante, a la asistencia material y moral que recibían de su benefactor y de la gente de las inmediaciones, debieron sufrir grandes pruebas. En octubre y noviembre el tiempo se hizo frío y húmedo; y como ellos no estaban acostumbrados a semejantes rigores, comenzaron a dolerles los miembros y contrajeron diversos males, pero nunca la peste. A mediados de diciembre, regresaron a la ciudad y a sus respectivos hogares.
He contado esta historia, de cabo a rabo, sobre todo para dar una idea de lo que les ocurrió a muchas personas que volvieron a Londres tan pronto como la peste se calmó. Según ya he dicho, no pocos de los que tenían una casa de recreo en el campo corrieron a refugiarse en ella. Pero cuando la enfermedad alcanzó su violencia extrema, la gente de la clase media que carecía de relaciones huyó al campo, a cualquier sitio en donde pudiera hallar un refugio, tanto los que tenían dinero como los que carecían de él. Los que tenían dinero huyeron lo más lejos posible, ya que podían subvenir a sus necesidades. Pero aquellos cuya bolsa estaba vacía tuvieron que sufrir (acabo de mostrarlo) grandes privaciones, y a menudo la necesidad los empujó a satisfacer sus necesidades a expensas de los aldeanos, lo cual predispuso muy mal a todo el campo para con ellos. A veces se les detuvo, pero sin saber qué hacer con ellos, pues se vacilaba en castigarlos. Y a menudo, también, se les acosó de ciudad en ciudad, hasta que se vieron obligados a regresar a Londres.
Después de haberme enterado de la historia de John y su hermano, supe de un elevado número de pobre gente afligida, miserable, que había huido al campo. Algunos lograron vivir en pequeños albergues, en graneros, en buhardillas, y recibieron una acogida benevolente, sobre todo cuando podían dar de sí mismos alguna información satisfactoria, siquiera mínima, y principalmente cuando a firmaban no haber salido demasiado tarde de Londres. Pero otros, muchos otros, se construyeron pequeñas chozas en el bosque o en pleno campo y vivieron como ermitaños, en agujeros, en grutas, en cualquier lugar donde podían sentirse seguros, pero en los que la única seguridad fue la de quedar reducidos a la última miseria. A tal punto, que muchos de ellos se vieron obligados a regresar, pese al peligro. Y con frecuencia aquellos refugios fueron hallados vacíos; los campesinos suponían que sus moradores habían muerto allí, tocados por la peste, y que allí descansaban: durante mucho tiempo el temor les impidió acercarse. Y no es improbable que algunos de aquellos desventurados peregrinos hayan muerto de ese modo, solos, completamente solos, por falta de socorro. Por ejemplo, no recuerdo si en una tienda de campaña o en una choza se halló a un hombre muerto, y en el cerco de un campo vecino, en letras irregulares y grabadas con un cuchillo, estas palabras, que dejaban suponer que otro hombre había escapado a la muerte, a no ser que uno de ellos hubiera enterrado al otro lo mejor que pudo:
¡OH mIsErla!
AmBOS MoRiReMOS DoLoR, DoLoR