Durante esa época debí sufrir una prueba que en un primer momento me perturbó sobremanera, aun cuando no me expusiese a desastre alguno, como después hube de saberlo. El regidor de Portsoken Ward me designó inspector de las casas del distrito en que yo vivía. La parroquia era grande y tenía no menos de dieciocho inspectores, como nos llamaba la ordenanza. El pueblo, por su parte, nos decía visitadores. Traté de rehuir semejante empleo y usé muchísimos argumentos para excusarme ante el delegado del regidor. Expuse, en particular, mi oposición a la clausura de las casas y lo duro que era para mí convertirme en el i instrumento de una medida que coisideraba contraria a los fines para los cuales había sido adoptada. Todo lo que conseguí fue que se me hiciera ejercer el cargo solamente por dos semanas en vez de dos meses, como a los demás oficiales designados por el ' Lord Mayor, con la condición, no obstante, de encontrar un i buen remplazante por el resto del tiempo. Era, al fin y al cabo, un ínfimo favor, pues había grandes dificultades para dar con un hombre de confianza que quisiera aceptar el empleo.
Es verdad que la clausura tuvo, en su momento, un efecto cuya utilidad reconozco. Confinaba a los enfermos que habrían resultado peligrosos, de haber andado por las calles con su mal a cuestas; delirantes, lo habrían hecho del modo más espantoso. Y en un principio, por lo demás, habían comenzado a deambular -hasta que aquella medida los contuvo- tan abiertamente, que los pobres mendigaban de puerta en puerta diciendo que se hallaban apestados y pidiendo trapos para sus llagas o cualquier otra cosa: el delirio los impulsaba a hacerlo.
Una pobre, desventurada dama, esposa de un conocido ciudadano -si se da crédito a la historia-, fue asesinada en la calle Aldersgate, o en las inmediaciones, por uno de aquellos enfermos. Pasaba éste por la calle, delirando y cantando; la gente creía que había bebido, pero él, por su parte, decía que tenía la peste. Todo lo cual parece cierto. Al encontrar a la dama, quiso darle un beso. Ella se sintió horriblemente asustada y huyó de él, pero había muy poca gente en la calle, y
nadie lo bastante próximo para socorrerla. Al comprender que el hombre quería sorprenderla, se volvió y le asestó un golpe tan fuerte, que dio en tierra con él, de débil que éste estaba. Pero por desgracia no alcanzó a huir. El hombre se apoderó de ella, la arrojó al suelo y la besó. Y lo peor de todo, después de haberla abrazado y besado, fue que le dijo hallarse apestado y que no veía ninguna razón para que ella no lo estuviera como él. La dama se encontraba encinta desde hacía un par de meses; grande había sido su espanto. Y al oírle decir que estaba apestado, lanzó un grito y sufrió un síncope, o una crisis, que la llevó a la muerte al cabo de pocos días, por mucho que durante el intervalo alcanzó a sentirse mejor. No sé si contrajo o no la peste.
Otro enfermo acudió a golpear a la puerta de un ciudadano que lo conocía. El doméstico le permitió entrar y le dijo que el dueño de casa estaba en el piso alto. El enfermo subió a la carrera y entró en el comedor, donde toda la familia se hallaba almorzando. Comenzaron por levantarse de un salto, sorprendidos, sin saber qué ocurría. El hombre les rogó tomar asiento: sólo venía a despedirse. «Pero, señor -le preguntaron-, ¿a dónde se va?» «¿A dónde me voy? -respondió-. He contraído el mal y mañana a la noche ya estaré muerto.» Es fácil imaginar, mucho más que describir, la consternación en que todos se sintieron sumidos. La señora y las niñas fueron sobrecogidas por un mortal espanto; presas del pánico, corrieron desatentadas, sin saber a dónde, hasta que atinaron a encerrarse en sus habitaciones y comenzaron a pedir socorro por la ventana, como si el miedo les hubiese hecho perder la razón. El dueño de casa, más calmo aunque también asustado y enojado, estuvo a punto de tomar al hombre por los fondillos y arrojarlo escaleras abajo; pero considerando un tanto la triste condición de éste y el peligro que se corría en tocarlo, permaneció impasible, como aterrorizado, presa también del horror. El pobre enfermo -y enfermo tanto del cuerpo como de la mente- se quedó todo aquel tiempo de pie, sin chistar, como quien ha perdido la razón. Por fin, volviéndose: «¡Oh! -exclamó con toda la calma que sea dable imaginar-, ¿con que ésas tenemos? ¿Por qué mi visita los perturba tanto? Entonces voy a volver a mi casa a morir.» Dicho lo cual bajó. El doméstico le siguió, con un candelabro en la mano; pero, temeroso de pasar adelante para abrirle la puerta, permaneció de pie en la escalera, aguardando a ver qué hacía el hombre. Éste abrió la puerta y salió, cerrando con fuerza tras de sí. La familia tardó un buen rato en reponerse de su espanto. Pero como la historia no tuvo consecuencias funestas, pueden ustedes creerme que más tarde solían hablar de ella con bastante frecuencia y con satisfacción. Sin embargo, después que el hombre se hubo marchado, necesitaron varios días para librarse de la angustia en que se hallaban. No se atrevieron a ir y venir en paz j por la casa hasta que la sahumaron con una buena variedad de perfumes, pez, pólvora de fusil y azufre, habitación por habitación, y hasta que hubieron lavado toda su ropa, etc. En cuanto, al pobre hombre, no sé si murió.