DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 22/05/2020
Es cierto que si la clausura de las casas no hubiera aislado a los enfermos, se habrían visto multitudes de éstos correr de continuo por las calles, inmersos en el delirio y la locura por la violencia de la fiebre. E incluso un alto número lo hizo, no obstante las precauciones adoptadas, y cometían actos de violencia con quienes se cruzaban, tal cual el perro rabioso se precipita y muerde al primero que ve. Estoy convencido de que cualquiera de aquellos seres contaminados, llevados por el frenesí que provocaba la enfermedad, habría podido morder a un transeúnte e infectarlo a tal punto, que también éste habría enfermado como cualquier otro apestado incurable.
Se me ha contado la historia de un enfermo que, en la angustia y la agonía de sus bubones -tenía tres enormes-, saltó de su cama, en camisa de dormir, y se puso los zapatos; ya se aprestaba a vestirse, cuando la enfermera, que en ese momento llegaba, se lo impidió. Él la echó al suelo, pasó sobre ella, descendió la escalera a grandes saltos y corrió en camisa por la calle, directamente hacia el Támesis. La enfermera lo seguía y llamaba a gritos al guardián, para que lo detuviese. Pero éste, aterrorizado a la vista del hombre y temeroso de tocarlo, le dejó pasar. El enfermo corrió hasta las gradas de Still Yard, se sacó la camisa y se arrojó al Támesis; buen nadador, atravesó el río. La marea llegaba, como suele decirse, esto es, era la hora en que el agua es rechazada hacia el oeste. No tocó tierra sino en las gradas de Falcon. Y no viendo a nadie, pues era de noche, corrió por las calles, desnudo, durante un buen rato; luego, con la marea en su punto máximo, volvió a arrojarse al río, nadó hasta Still Yard, echó pie a tierra y atravesó las calles, corriendo, hasta llegar a su casa. Golpeó a la puerta, subió la escalera y se metió nuevamente en cama. Ahora bien: esta terrible experiencia le sanó de la peste. El violento ejercicio a que había sometido sus brazos y sus piernas había hecho madurar y
estallar los bubones de sus axilas y sus ingles. Por otra parte, el agua fría le hizo bajar la Fiebre. Sólo me resta añadir que esta historia, al igual que las otras, no la he conocido por mí mismo; no puedo, pues, proponerme como garante de su veracidad, sobre todo respecto de la cura de aquel hombre debida a su extraordinaria aventura, que, lo confieso, me parece apenas verídica. Pero acaso sirva para confirmar varias de las locuras que cometieron aquellas personas delirantes o alucinadas, como solemos llamarlas, y para mostrar cuántas más habrían podido cometerse si los enfermos no hubiesen sido confinados en sus casas mediante la clausura de éstas. Considero que este fue el mejor resultado, si no el único apreciable, obtenido gracias a ese cruel método.
Por otra parte, quejas y amargas murmuraciones se alzaban contra él. Los infelices a quienes la violencia del mal y el calor de su sangre ponían fuera de sí, y que se hallaban encerrados, o, incluso, atados a sus camas o a sus asientos para evitar que hicieran daño, lanzaban unos gritos lastimeros y unos terribles alaridos, que partían el corazón de quienes los oían, ante la idea de que habían sido encerrados y no tenían siquiera el derecho de morir en libertad, decían, como habrían pedido hacerlo antes.
El espectáculo de aquellos enfermos que corrían por las calles se había vuelto horroroso, y los magistrados hicieron cuanto fue posible por evitarlo. Pero generalmente ocurría por la noche, súbitamente, y no siempre los oficiales estaban allí para impedirlo. Y hasta cuando algunos enfermos se escapaban en pleno día, los oficiales no tenían por qué interponerse: era por cierto necesario que los desventurados se hallasen muy graves para llegar a tal extremo. De modo que eran más contagiosos que nunca, y tocarlos se convertía en algo sumamente peligroso. Además, solían continuar su carrera sin saber lo que hacían, hasta que caían rígidos, muertos, o hasta que su sobrexcitación los hacía expirar al cabo de una media hora o, quizá, de una hora. Lo más terrible consistía en que siempre recuperaban el conocimiento durante esa hora o esa media hora, y lanzaban unos lamentos y unos gritos desgarradores a la vista de la profunda aflicción en que se hallaban sumidos.
Hubo muchas de tales escenas antes de que la ordenanza acerca del cierre de las casas fuera estrictamente cumplida, pues en un primer momento los guardianes no empleaban mayor rigor ni severidad para contener a los enfermos. Quiero decir, antes de que algunos de ellos hubiesen sido severamente castigados por su negligencia o por no haber cumplido con su deber y permitido que personas puestas bajo su cuidado se evadieran, o por haber estado en connivencia con éstas con el propósito de facilitar su evasión. Pero cuando vieron que los oficiales encargados de examinar su conducta estaban resueltos a castigarlos si no cumplían con su deber, entonces se volvieron disciplinados, y la gente enferma fue mejor vigilada, cosa que tomaron muy a mal y toleraron con harta impaciencia. Apenas es posible dar una idea de su
disconformidad. Pero aquello era de una necesidad absoluta, preciso es confesarlo, a menos que otras decisiones hubiesen sido tomadas a tiempo. Pero ya era demasiado tarde.