Nada asombroso hay en decir que el aspecto mismo de la ciudad se había vuelto horroroso. La multitud de todos los días por las calles, proveniente de nuestro barrio, ya no existía. La banca no había cerrado, es cierto; pero nadie concurría a ella. Las fogatas habían cesado de arder. Pocos días antes una lluvia violentísima las había extinguido. Y algunos médicos resolvieron que eran, además de inútiles, nocivas para la salud de la población, e hicieron un gran escándalo a este propósito y se quejaron ante el Lord Mayor. Otros médicos, igualmente eminentes, se opusieron a esa opinión y sostuvieron con razones que las fogatas eran y debían ser útiles para calmar la violencia de la epidemia. No me es posible dar una relación completa de los argumentos de ambos bandos; solo recuerdo que porfiaron a brazo partido. Unos estaban por las fogatas, con la condición de que se hicieran con madera y no con carbón, y hasta con madera especial, como el abeto o el cedro, debido a las fuertes emanaciones de trementina; otros estaban por el carbón y no por la madera, a causa del azufre y el betún, y otros eran contrarios a ambas cosas.
Al fin, el Lord Mayor ordenó apagar las fogatas, sobre todo por la razón de que la peste era tan violenta, que resultaba evidente que desafiaba todos los remedios y más bien parecía aumentar que menguar, a pesar de todos los procedimientos empleados para sofocarla o calmarla. La decisión de los magistrados provino, pues, de su incapacidad para encontrar algún método útil antes que de su mala voluntad para exponerse ellos mismos y hacerse cargo de los cuidados y gastos del asunto. Para hacerles justicia, sea dicho que nunca escatimaron ni su esfuerzo ni su persona. Pero tampoco esto surtió efecto. La epidemia arreciaba, y la gente había llegado al último grado del terror y el espanto, y hasta podía decirse que había abandonado la partida y se dejaba llevar por la desesperación, como ya he dicho.
Pero en este punto debo observar que, al hablar de desesperación, no quiero decir falta de esperanza en la religión o en la vida eterna. Sólo quiero decir que desesperaban de poder escapar a la epidemia y de sobrevivir a la peste, la cual azotaba con una fuerza tan irresistible que muy pocos escaparon cuando alcanzó su apogeo, entre agosto y septiembre. Y se produjo un hecho muy singular: en junio y julio y a comienzos de agosto, muchos de los afectados siguieron viviendo durante largos días, y se fueron sólo después de haber tenido durante largo tiempo el veneno en la sangre; en cambio, la mayoría de los que fueron alcanzados durante las dos últimas semanas de agosto y las tres primeras de septiembre murieron, por lo general, al cabo de dos o tres días cuando mucho, y no pocos, incluso, el día mismo en que enfermaron. ¿Fueron los días estivales o, como pretendían nuestros astrólogos, la influencia de Sirio lo que produjo ese efecto maligno? ¿O bien los transmisores de gérmenes habían llegado juntos al mismo grado de madurez?
No lo sé. Pero aquel fue el momento en que se anunciaron más de 3000 muertos en una noche, y algunos, que desearon pasar por observadores exactísimos, dijeron que todos murieron en dos horas, esto es, entre la una y las tres de la mañana.
Innumerables ejemplos muestran, en efecto, que en aquella época hubo súbitamente un número enorme de defunciones, y yo podría citar varios de los que sobrevinieron en mi vecindario. Una familia de diez personas que vivía no lejos de mi casa estaba completamente bien el lunes. Esa noche, una doméstica y un mozo cayeron enfermos y murieron a la mañana siguiente. Entonces se sintieron alcanzados un segundo mozo y dos niños. Uno de ellos murió esa misma noche y los otros dos murieron el miércoles. Por fin, el sábado a mediodía el dueño de casa, cuatro niños y cuatro domésticos habían sucumbido. La casa habría quedado del todo vacía si no hubiera llegado una anciana, la criada del hermano del dueño de casa, para hacerse cargo de los bienes; no vivió mucho tiempo, pero tampoco cayó enferma.
Muchas casas quedaron íntegramente vacías, ya que todos sus moradores murieron, y principalmente en una avenida algo alejada, por el mismo lado, más allá de Bars, yendo hacia las insignias de Moisés y Aarón, había un grupo de casas, decían, en las que ya no quedaba una sola persona viva, y en algunas de ellas los últimos en morir fueron dejados demasiado tiempo antes de que se acudiera en su busca para enterrarlos. La razón de ello no era, como impropiamente han escrito algunos, que no alcanzaban los vivos para enterrar a los muertos, sino que la mortalidad era tan grande en aquel barrio o avenida, que ya no quedaba nadie para avisar a los sepultureros o sacristanes que fueran a recoger los cuerpos. Se ha contado -pero no sé hasta qué punto esto es cierto- que algunos de aquellos cuerpos se hallaban tan descompuestos, en tal estado de putrefacción, que fue un verdadero sacrificio recogerlos, tanto más cuanto que las carretas no podían ir más allá de Alley Gabe, en High Street. Desconozco el número de cuerpos que fueron dejados en esa situación, pero puedo asegurar que, por lo común, las cosas no ocurrían así.