29 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 29/05/2020

En ese momento, además, los registros semanales expusieron con evidencia la verdad; en realidad, si no mencionaron la peste ni señalaron aumento alguno de decesos, hubo, no obstante, un agravamiento de las enfermedades. Por ejemplo, había ocho, doce, diecisiete muertos de fiebre eruptiva en una semana, cuando casi no había uno solo de peste; pero en tiempos comunes ese tipo de muertes era de tres o cuatro. Asimismo, como ya he observado, el número de entierros semanales aumentó en la mencionada parroquia, así como en las parroquias vecinas, más que en cualquier otra parte, aun cuando ninguna muerte se la atribuyó a la peste. Todo lo cual nos muestra con nitidez que la infección se mantenía y que la enfermedad continuaba propagándose, por mucho que en ese momento nos haya parecido haber cesado para regresar más tarde de una manera sorprendente. También es posible que los gérmenes hayan permanecido en otros recovecos del fardo causante, que tal vez no fueron hurgados en un primer momento, al menos por completo, o en la ropa de la primera persona infectada. Me cuesta creer que alguien haya podido ser azotado en un grado fatal y mortal y durante nueve semanas haya conservado tal apariencia saludable, que ni él mismo se dio cuenta de su contaminación. De ser ello así, sin embargo, el argumento no haría más que reforzar lo que digo: la infección se conservó en seres aparentemente sanos y fue transmitida a otros con los que los primeros mantuvieron relaciones, sin que ni unos ni otros lo advirtieran.
Grande fue el enloquecimiento que causó esta revelación. Y la gente, cuando se convenció de que la infección se propagaba de tan sorprendente manera por personas que parecían sanas, comenzó a volverse miedosa y a asustarse de todos cuantos se le acercaban. Un día, en una ceremonia pública -ya no recuerdo si era o no domingo- en la iglesia de Aldgate, el coro se hallaba colmado de fieles y una asistente creyó de pronto sentir el olor de la enfermedad. De inmediato se figuró que la peste estaba en su banco; le susurró su idea o su sospecha a su vecina, se levantó y se fue. La sugestión se posesionó de la segunda persona, y en seguida de la tercera, y muy luego de todo el mundo. Y todos se levantaron y salieron del templo. Los bancos iban quedando vacíos. Nadie sabía qué había podido ocurrir ni por qué.
E inmediatamente las bocas se llenaron de diversas preparaciones, de remedios fabricados por curanderas, o quizá de preparados farmacéuticos, para evitar el contagio por el aliento de los demás. Cuando uno entraba en una iglesia, por poco público que hubiera en ella, sentía una mezcla tal de olores, que la impresión era mucho más fuerte, aunque tal vez menos salutífera, que al entrar en la botica de un farmacéutica o en una droguería. En una palabra, la iglesia íntegra parecía un frasco de olores. En un rincón había todo tipo de perfumes, en otro una serie de hierbas aromáticas o balsámicas, y por doquiera una variedad de drogas. Aquí y allá había sales y esencias de las que todos se proveían para su preservación personal. Sin embargo, observé que, una vez que la gente estuvo firmemente convencida o, más bien, segura de que la infección también se propagaba por personas aparentemente sanas, las iglesias y demás lugares de reunión ya no fueron tan frecuentados como en la época en que no existía esa convicción, porque hay que decir que nunca las iglesias y demás sitios de reunión de Londres fueron del todo cerrados, y que la gente nunca se negó al culto público de Dios, excepción hecha de algunas parroquias, cuando la enfermedad desencadenó en ellas su violencia, durante cierto tiempo, que tampoco fue largo.
En verdad, nada tan sorprendente como ver con qué valentía la gente se entregaba al culto divino, justamente en esos momentos, cuando sentían horror de salir de sus casas por cualquier motivo. Hablo, por supuesto, del período anterior al de la desesperación. Y esta es una prueba más del exceso de población de la ciudad a la llegada de la epidemia, pese al gran número de los que habían huido al campo a la primera alarma y que habían logrado ponerse a salvo en los bosques. Realmente nos sentíamos sorprendidos de ver cómo la multitud se hacía presente en las iglesias los sábados, sobre todo en las partes de la ciudad donde la peste decrecía o en las que no había alcanzado aún su punto máximo. Pronto hablaré de ello.