DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE
ENTREGA 03/05/2020
No puedo asentar el número de embarcaciones, pero lo calculo en varias centenas, y alabo sin reservas este recurso, pues más de diez mil personas retenidas por su preocupación en los barcos se hallaban protegidas de la violencia del mal y viviendo de modo fácil y seguro.
Regresé a mi casa muy feliz de aquella jornada y sobre todo contento de haber conocido al pobre hombre. También me alegraba el hecho de que se hubieran proporcionado aquellos pequeños santuarios para tantas familias, en aquellos días de desolación. Pude observar, a medida que la peste aumentaba en violencia, que los barcos que tenían familias a bordo se desplazaban, alejándose, y que algunos de ellos, a juzgar por lo que se me dijo, se hicieron a la mar y buscaron abrigo en los puertos o en los pasos seguros que pudieron alcanzar con más facilidad, sobre la costa norte.
Pero también es cierto que no todas las personas que huyeron de tierra firme para ir a vivir a bordo de los barcos se salvaron; varias murieron, alcanzadas por la infección, y sus cuerpos fueron arrojados al río, por la borda, unos en féretros y otros, se me dijo, sin ataúd. Y a veces los cadáveres flotaban en el agua, llevados por la marea.
Pero creo poder asegurar que algunas de aquellas personas fueron infectadas porque recurrieron demasiado tarde a los barcos igualmente aislados. Me dijo que sí y que remontando el río hacia el lado de Greenwich, hasta las riberas de Limehouse y Redriff, se podía ver a todos los que allí habían encontrado lugar, acomodados de a dos en medio del río, y que incluso a bordo de algunos se hallaban varias familias. Tuve la inquietud de saber si la epidemia había llegado hasta ellos, pero el hombre no lo creía, a no ser en dos o tres barcos cuyos moradores habían permitido, por negligencia, que los marineros bajasen a tierra, lo que en los, otros estaba prohibido, y añadió que era un bonito espectáculo ver los barcos fondeados en el Pool.
Como me dijera que en cuanto subiese la marea iba a regresar a Greenwich, le pedí que me permitiera acompañarlo, porque sentía sumo deseo de ver los barcos alineados en la forma en que él me había contado. Aceptó, con la condición de que le diese mi palabra de cristiano y de hombre decente de que yo estaba completamente sano. Le aseguré que Díos había querido protegerme, que vivía en Whitechapel y que, impaciente por estar tanto tiempo encerrado, me había aventurado hasta allí para tomar un poco de aire, y que en mi casa nadie se hallaba afectado.
-Está bien, señor -respondió-; puesto que su caridad se ha apiadado de nosotros, de mí y de mi pobre familia, está claro que no podría usted tenerla crueldad de subir a mi barco si no estuviese completamente sano, porque lo contrario equivaldría a matarme y a arruinar a todos los míos.
El pobre hombre me conmovía al hablar de su familia con tanta inteligente solicitud, con tal afecto, y vacilé en seguirlo. Me sentía dispuesto a abandonar mi curiosidad con tal de no incomodarlo, por mucho que yo estuviera seguro, absolutamente seguro, de hallarme tan enfermo como el hombre más sano del mundo. Pero él, por su parte, no quiso que yo renunciara y, para mostrarme la confianza que depositaba en mí, insistió en que partiera con él; de manera que cuando la marea a ' comenzó a subir, bajé a su barca y me llevó a Greenwich. En y tanto el hombre hacía las compras que le habían encargado, ascendí hasta lo alto de la colina que domina la ciudad, hacia el este, para tener una vista de conjunto del río. Era un espectáculo verdaderamente sorprendente el número de barcos fondeados en fila, de dos en dos; en algunos sitios había hasta dos o tres filas, a todo lo ancho del río, y la visión continuaba no sólo hasta los aledaños de la ciudad, entre los barrios de Ratcliff y Redriff, en lo que se llama el Pool, sino también descendiendo el río hasta Long Reach, que limitaba el horizonte de la colina.
No puedo asentar el número de embarcaciones, pero lo calculo en varias centenas, y alabo sin reservas este recurso, pues más de diez mil personas retenidas por su preocupación en los barcos se hallaban protegidas de la violencia del mal y viviendo de modo fácil y seguro.
Regresé a mi casa muy feliz de aquella jornada y, sobre todo, contento de haber conocido al pobre hombre. También me alegraba el hecho de que se hubieran proporcionado aquellos pequeños santuarios para tantas familias, en aquellos días de desolación. Pude observar, a medida que la peste aumentaba en violencia, que los barcos que tenían familias a bordo se desplazaban, alejándose, y que algunos de ellos, a juzgar por lo que se me dijo, se hicieron a la mar y buscaron abrigo en los puertos o en los pasos seguros que pudieron alcanzar con más facilidad, sobre la costa norte.
Pero también es cierto que no todas las personas que huyeron de tierra firme para ir a vivir a bordo de los barcos se salvaron; varias murieron, alcanzadas por la infección, y sus cuerpos fueron arrojados al río, por la borda, unos en féretros y otros, se me dijo, sin ataúd. Y a veces los cadáveres flotaban en el agua, llevados por la marea.