DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 04/05/2020
Pero creo poder asegurar que algunas de aquellas personas fueron infectadas porque recurrieron demasiado tarde a los barcos; huyeron cuando ya habían permanecido demasiado tiempo en tierra. Quizá sin suponerlo, ya llevaban el mal consigo: la enfermedad no fue a asaltarlas a los barcos; al contrario, ellas la trasportaron. O bien, además, se trataba de embarcaciones cuyos pobres marineros no habían tenido tiempo de aprovisionarse y se habían visto obligados a comprar en tierra lo que necesitaban, o a autorizar a las barcas de la ribera que se acercaran a ellos. Así les había sido trasmitida la enfermedad.
Mientras los ricos se embarcaban en navíos, la clase pobre se refugiaba en embarcaciones costeras: chalanas, gabarras, pesqueros. Muchos tomaron sus propios barcos, sobre todo los pescadores, pero fue un mal negocio, porque al ir por aquí y por allá en busca de provisiones, a menudo incluso para ganarse la vida, la infección los azotó e hizo terribles estragos entre ellos. Gran número de marinos murieron a solas en sus barcas, por haber proseguido su ruta, tanto río abajo como río arriba del puerto de Londres; no pocos de ellos fueron hallados sólo mucho tiempo después, en un estado tal, que nadie pudo tocarlos ni aun acercarse a ellos.
En verdad, la miseria era deplorable en los barrios de los marinos y digna de la mayor conmiseración. Pero, ¡ay!, en aquella época cada uno miraba demasiado por su propia seguridad para dar cabida a la piedad; todos veían llegar la muerte a su puerta, y muchos la veían llegar hasta su propia familia, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Todo sentimiento de compasión se desvanecía. El instinto de conservación parecía, en verdad, la ley primera. Algunos niños abandonaban a sus padres, que languidecían en la mayor aflicción. En otros sitios, aunque con menos frecuencia, los padres se comportaban de igual modo con sus hijos. Ejemplos terribles pudieron verse, particularmente dos en una misma semana: madres insensatas y delirantes que mataron a sus hijos. Una de ellas habitaba no lejos de mi casa; la pobre mujer no vivió lo suficientemente para darse cuenta del crimen que había cometido ni, con mayor razón, para recibir el condigno castigo.
No hay que asombrarse. El peligro inminente de morir le arrancaba hasta sus entrañas al amor. Hablo en general, pues hubo muchos ejemplos de invariable afecto, de piedad, de deber, de algunos de los cuales logré enterarme. Pero sólo fueron rumores y no puedo asumir la responsabilidad de dar detalles.
A manera de introducción, permítaseme mencionar ante todo que una de las situaciones más lamentables en aquella calamidad fue la de las mujeres encintas en el momento de las angustias y los sufrimientos, sin poder hallar ayuda ni, por otra parte, comadrona ni vecina que las socorrieran. La mayoría de las comadronas habían muerto, sobre todo las que cuidaban a los pobres, y si no todas por lo menos muchas de las que disfrutaban de cierta reputación habían huido al campo. Por cierto que a las desventuradas se les hacía poco menos que imposible pagar un precio exorbitante por una comadrona; y si llegaban a contar con una de éstas, generalmente era una criatura ignorante e incapaz. De modo, pues, que un número extraordinario, increíble, de mujeres se veían reducidas a la más profunda miseria. Muchas de ellas fueron aliviadas y mutiladas por la brutalidad y la ignorancia de las que pretendían entender de partos. Puedo decir que éstas ultimaron a una gran cantidad de niños, justificando su ignorancia con la excusa de que era preciso salvar a la madre aun a costa de la vida del hijo. Y en muchos casos murieron hijo y madre, sobre todo cuando ésta era alcanzada por la epidemia; nadie, entonces, quería acercarse.
Se tendrá una idea al respecto gracias a las cifras inusitadas que podían verse en el registro semanal (aunque los datos no sean del todo exactos) bajo los rótulos:
Muertos en el parto. Abortos y nacidos muertos. Recién nacidos bautizados.