1 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 01/06/2020

Ahora me queda algo por decir del aspecto misericordioso de aquel terrible juicio. La última semana de septiembre ya la peste había alcanzado su paroxismo y comenzó a perder violencia. Recuerdo que mi amigo el doctor Heath, que había venido a verme la semana anterior, me aseguró que el mal terminaría por apaciguarse dentro de unos días; pero al ver que la mortandad de aquella semana era la más alta de todo el año, con 8297 decesos atribuidos a todas las enfermedades, le reproché su afirmación y le pregunté en qué había basado su juicio. Su respuesta fue, sin embargo, menos atacable que lo que yo creía.
Observe -me dijo-. A juzgar por el número de los que en este momento están enfermos, la última semana debería haber habido veinte mil muertes en lugar de ocho mil si la mortalidad hubiera sido la misma que los quince días anteriores, ya que entonces se moría al cabo de dos o tres días. Ahora se necesitan lo menos ocho o diez. Y si entonces de cada cinco enfermos no sanaba uno solo, he observado que ahora de cada cinco sólo mueren dos. Créame, el registro de la próxima semana mostrará una disminución, y ya verá que muchos sanarán. Aunque en estos momentos haya una verdadera multitud de personas afectadas, y aunque todos los días muchos caigan enfermos, el número de muertos disminuirá, porque la malignidad de la enfermedad va debilitándose.
Y añadió que empezaba a tener esperanzas, e incluso más que esperanzas: la crisis de la infección había pasado y ésta, señaló, se iba. Y las cosas ocurrieron así. El registro de la semana siguiente, la última de septiembre, indicó una disminución de dos mil, por lo menos.
Es cierto que todavía la peste azotaba de un modo terrible, y que el siguiente registro acusó 6460 muertos, y el subsiguiente 5720. Pero la observación de mi amigo había sido, pese a todo, justa, y reconocimos que los enfermos sanaban más rápidamente y, en mayor número que antes. De no haber sido así, ¿en qué se habría convertido la ciudad de Londres? Según mi amigo, no menos de 60.000 personas se hallaban infectadas en esos momentos, de las cuales, como he dicho, murieron 20.477 y sanaron unas 40.000; en tanto que, si las cosas hubieran seguido como antes, probablemente 50.000 de ellos habrían muerto, si no más, y otros 50.000 habrían caído enfermos. En una palabra, toda la población comenzaba a ser tocada y parecía que no se salvaría nadie.
Pero la observación de mi amigo fue más evidente algunas semanas más tarde: la disminución continuó, y a la siguiente semana de octubre hubo 1843 decesos menos. Y aunque la peste sólo se había cobrado 1413 víctimas, era visible que había un elevado número de enfermos, un número mayor que de costumbre, y que todos los días sé producían nuevos casos. Con todo, la malignidad de la enfermedad menguaba.
El apresuramiento es una disposición natural de nuestro pueblo (no sé si es privativo de nosotros o si se ha difundido por todo el mundo, ni tengo por qué averiguarlo, pero por fin lo vi con toda claridad). En un primer momento, al primer temor de contagio, la gente se evitaba, todo el mundo huía de una casa a otra, escapaba de la ciudad con un miedo indecible; ahora, en cambio, se difundía la idea de que la enfermedad había dejado de ser contagiosa y que los infectados no morirían. Cada día se vio sanar a un gran número de personas que habían estado realmente enfermas. Entonces se hizo presente una temeraria valentía; la gente se despreocupó de sí misma y de la infección, hasta el extremo de no prestar a ésta más atención que la que se concede a una fiebre cualquiera. No sólo se mezclaban audazmente con quienes tenían bubones y carbuncos purulentos y que eran, por tanto, contagiosos, sino que además comían y bebían con ellos, en sus propias casas, a donde los iban a visitar, y hasta en sus propias habitaciones, donde se hallaban acostados, según se me ha dicho.
A mí esto no me parecía racional. Mi amigo el doctor Heath decía -y la experiencia lo probaba- que la enfermedad seguía siendo tan contagiosa como antes y que el número de casos era el mismo; lo único que afirmaba es que causaba menos muertos. Pero creo que durante ese tiempo' murió mucha gente y que la enfermedad todavía era terrible, como que se hallaba en su paroxismo. Las llagas y los abscesos hacían sufrir de un modo cruel, y el peligro de muerte no podía ser separado de las circunstancias del mal, aun cuando no fuera tan frecuente como antes. Todo lo cual, sumado a la excesiva fatiga del trato, a la índole repugnante de la enfermedad y a muchas otras cosas, bastaba para apartar a un hombre de vivir en la peligrosa promiscuidad de los enfermos y para hacerlo tan ansioso como antes de evitar el contagio.
Había además otra razón para considerar horroroso atrapar el mal, y era la terrible quemadura producida por los cáusticos que los cirujano ponían sobre los abscesos para hacerlos reventar y supurar, sin lo cual el peligro de muerte era muy grande, inminente incluso.