2 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 02/06/2020

Y estaban los intolerables sufrimientos causados por los bubones, que, si ya no hacían que el enfermo perdiera la cabeza y entrara a divagar -de lo que he dado varios ejemplos-, le producían al paciente unos tormentos inexpresables. Los desventurados que contrajeron la peste se quejaron amargamente, aun después de haber salido vivos, de los que les habían dicho que el peligro ya no existía y se arrepintieron sobremanera de su apresuramiento y de su locura, que les indujo a exponerse al mal.
La imprudencia del pueblo no se detuvo allí. Muchos de los que habían dejado a un lado todas las precauciones sufrieron de un modo más horrible aún. Y si muchos escaparon, también muchos murieron. Y por último la temeridad fue causa de un estrago público, porque impidió que los decesos disminuyeran con la rapidez con que deberían haberlo hecho. El hecho es que la idea atravesó la ciudad como un relámpago, y las mentes fueron poseídas por ella, y tan pronto como los restablecidos hubieron señalado la primera gran disminución, advertimos que los dos registros posteriores no señalaban una disminución proporcional. Responsabilicé a la desconsideración con que el pueblo corría hacia el peligro, abandonando precauciones y cuidados y el temor de que antes había dado muestra, confiado en que la enfermedad no lo alcanzaría, o por lo menos no sería ya mortal.
Los médicos se oponían con toda su fuerza a aquel rapto de despreocupación y publicaban instrucciones, que distribuían por la ciudad y los alrededores, aconsejando a los habitantes mantenerse prudentes y echar mano a cuanta precaución fuera posible, pese a la disminución de la enfermedad. Pretendían aterrorizar con el peligro de una recaída de toda la ciudad y mostraban que ella podía ser fatal y más peligrosa que toda la epidemia que acabábamos de sufrir. Y lo hacían con muchísimos argumentos y razonamientos -demasiado extensos para repetirlos aquí-, para explicar y convencer.
Pero en vano. Aquellas audaces criaturas se hallaban tan poseídas por el júbilo, tan contentas de ver la corroboración en los registros semanales de una amplia disminución de la mortalidad, que los nuevos terrores no les hacían mella. Nada podía sacarles de la mente la idea de que la amargura de la muerte ya había pasado. Era como hablar en el desierto. Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese' que se trataba de alguien enfermo.
Esta conducta imprudente e irreflexiva costó la vida de muchos de los que, habiéndose antes encerrado con todo tipo de precauciones, retirados de la sociedad, habían permanecido indemnes, por tales medios y por la gracia de Dios, durante todo el rigor de la epidemia.
Y digo que la imprudencia llegó tan lejos, que los ministros terminaron por inquietarse y demostraron el peligro y la locura de aquélla. Lo cual calmó un tanto los espíritus, que ahora parecieron más prudentes. Pero hubo otro resultado, imposible de impedir. El primer rumor halagüeño se difundió no sólo en Londres, sino también en todo el campo, y produjo el mismo efecto. La gente, cansada de hallarse durante tanto tiempo apartada de la ciudad e impaciente por regresar a ella, se dirigió en masa a Londres, sin temor alguno, sin ninguna precaución, y podido advertir el número de los que faltaban. También las casas recobraron vida y movimiento; casi no había una sola de ellas deshabitada.
Me agradaría poder decir que, así como la ciudad tenía un nuevo rostro, las maneras de los habitantes se mostraban distintas. Dudo que haya habido muchos que se acordaran sinceramente de su liberación y agradecieran de todo corazón a la voluntad soberana que los protegió de semejantes peligros. Sería una falta de caridad ponerse a juzgar a una ciudad tan populosa y cuyos habitantes se mostraron tan devotos durante la epidemia; pero, excepción hecha de unas pocas familias y de ciertos casos particulares, cabe reconocer que las costumbres generales fueron lo que habían sido antes: muy poca diferencia pudo comprobarse.
Hubo quienes llegaron a decir que las cosas eran peores, que a partir de ese momento la moralidad del pueblo había declinado, que las personas, curtidas por los peligros que habían corrido, como los marineros después de la tempestad, se habían vuelto más malas y tontas, más desvergonzadas y endurecidas en sus vicios y en su inmoralidad que antes del azote. Pero no llevaré tan lejos las cosas. Se necesitaría un volumen, y uno bien grande por cierto, para proporcionar los detalles de las etapas que recorrió la ciudad antes de que las cosas recuperasen su curso habitual y todo retomara la vía común.