DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 03/06/2020
Algunas partes de Inglaterra se hallaban por entonces infectadas con tanta violencia como lo había estado Londres. Las ciudades de Norwich, Peterborough, Lincoln, Colches-ter y otras estaban contaminadas. Los magistrados de Londres comenzaron a dictar disposiciones relativas a nuestra conducta en nuestras relaciones con esas ciudades. A decir verdad, no podíamos impedirles que entraran en Londres, pues resultaba imposible reconocerlos. De modo que tras innumerables consultas el Lord Mayor y la corte de concejales se vieron obligados se dejó ver en las calles como si todo el peligro hubiese ya pasado. Por mucho que aún había entre 1000 y 1800 muertos por semana, la gente afluyó a la ciudad como si tal cosa. Era asombroso. Y consecuencia de ello fue que en la primera semana de noviembre la nómina registró un nuevo aumento de 400 de creer a los médicos, más de 3000 personas cayeron enfermas, la mayoría de las cuales eran recién llegados.
Un tal John Cook barbero en St. Martin, fue ejemplo probatorio del apresuramiento en regresar no bien la peste comenzó a decrecer. Cook se había marchado de la ciudad con toda su familia y había cerrado su casa, para irse, como tantos otros, al campo. Llegó noviembre, y al ver que la peste decrecía hasta el punto de que no había más que 905 muertos por semana, cuya causa podía ser cualquiera de las enfermedades, se arriesgó a regresar. Diez personas componían su familia: él mismo, su mujer, cinco hijos, dos aprendices y una doméstica. No haría más de una semana que había regresado, reabierto su negocio y retomado sus ocupaciones, cuando la enfermedad estalló en su familia. En cinco días murieron todos, excepto uno; vale decir que murieron John, su mujer, sus cinco hijos y los dos aprendices: sólo la sirvienta sobrevivió.
Pero la misericordia divina superó cuanto habríamos podido esperar, pues la malignidad de la enfermedad había cesado, el contagio llegaba a su fin y el tiempo, con el invierno que se acercaba a la carrera, era claro y frío, con unas heladas rigurosas. Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud. Es cierto que hasta mediados de diciembre hubo algunos arrestos de la enfermedad, y los registros denunciaron hasta un centenar de muertos.
Pero la mortalidad había vuelto a decrecer, y al cabo de poco tiempo las cosas retomaron su curso habitual. La ciudad volvió a poblarse casi de golpe y de una manera maravillosa, al punto de que un forastero no habría de abandonar su proyecto. Todo lo que pudieron hacer fue advertir y prevenir a los ciudadanos que no recibieran en su casa a las personas provenientes de las regiones infectadas y que no hablaran con ellas.
Era hablar a tontas y a locas, porque los londinenses se creían tan resguardados de la peste, que no atendían ninguna advertencia. Parecían creer que hasta el aire se hallaba restablecido y que éste, tal cual un niño que hubiese tenido la viruela boba, no podía volver a infectarse. Lo cual hizo renacer la idea de que la infección se hallaba únicamente en el aire y que el contagio de un enfermo a una persona sana no existía. Esta fantasía cuajó tan bien en el pueblo, que enfermos y sanos vivían en una cabal promiscuidad. Ni los mahometanos, que, llevados por su principio de predestinación, niegan todo valor al contagio y le permiten desencadenarse, pueden ser tan obstinados como los londinenses. Individuos perfectamente sanos, llegados del aire puro de los campos a la ciudad, no tenían el menor reparo en entrar en las casas y las habitaciones y a veces hasta en los dormitorios mismos de aquellos que se encontraban afectados y no habían sanado aún.
Cierto es que algunos pagaron con su vida su descarada audacia. dacia. Cayeron enfermos, en gran número, y los médicos tuvieron más quehacer que nunca, con la diferencia de que el número de los restablecidos era mayor. Puede decirse que, en general, sanaban, pero el caso es que hubo más personas infectadas y enfermas cuando no morían más de 1000 a 1200 por semana que cuando había de 5 a 6000 decesos semanales, que tanta era la desidia de la gente en medio del peligro de contaminación y del pésimo estado sanitario, y tan poco inclinado se hallaba el pueblo a aceptar el parecer de quienes los ponían en guardia por su bien.
Ya de vuelta la mayoría de los habitantes, pudo advertirse con asombro, después de serias averiguaciones, que familias enteras habían desaparecido totalmente y que no quedaba rastro alguno de ellas, así como que no podía darse con nadie que tuviera algún derecho a poseer lo poco que habían dejado, pues en aquellos tiempos lo que habría debido reencontrarse había sido generalmente aventado a los cuatro vientos.
Algunas partes de Inglaterra se hallaban por entonces infectadas con tanta violencia como lo había estado Londres. Las ciudades de Norwich, Peterborough, Lincoln, Colches-ter y otras estaban contaminadas. Los magistrados de Londres comenzaron a dictar disposiciones relativas a nuestra conducta en nuestras relaciones con esas ciudades. A decir verdad, no podíamos impedirles que entraran en Londres, pues resultaba imposible reconocerlos. De modo que tras innumerables consultas el Lord Mayor y la corte de concejales se vieron obligados se dejó ver en las calles como si todo el peligro hubiese ya pasado. Por mucho que aún había entre 1000 y 1800 muertos por semana, la gente afluyó a la ciudad como si tal cosa. Era asombroso. Y consecuencia de ello fue que en la primera semana de noviembre la nómina registró un nuevo aumento de 400 de creer a los médicos, más de 3000 personas cayeron enfermas, la mayoría de las cuales eran recién llegados.
Un tal John Cook barbero en St. Martin, fue ejemplo probatorio del apresuramiento en regresar no bien la peste comenzó a decrecer. Cook se había marchado de la ciudad con toda su familia y había cerrado su casa, para irse, como tantos otros, al campo. Llegó noviembre, y al ver que la peste decrecía hasta el punto de que no había más que 905 muertos por semana, cuya causa podía ser cualquiera de las enfermedades, se arriesgó a regresar. Diez personas componían su familia: él mismo, su mujer, cinco hijos, dos aprendices y una doméstica. No haría más de una semana que había regresado, reabierto su negocio y retomado sus ocupaciones, cuando la enfermedad estalló en su familia. En cinco días murieron todos, excepto uno; vale decir que murieron John, su mujer, sus cinco hijos y los dos aprendices: sólo la sirvienta sobrevivió.
Pero la misericordia divina superó cuanto habríamos podido esperar, pues la malignidad de la enfermedad había cesado, el contagio llegaba a su fin y el tiempo, con el invierno que se acercaba a la carrera, era claro y frío, con unas heladas rigurosas. Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud. Es cierto que hasta mediados de diciembre hubo algunos arrestos de la enfermedad, y los registros denunciaron hasta un centenar de muertos.
Pero la mortalidad había vuelto a decrecer, y al cabo de poco tiempo las cosas retomaron su curso habitual. La ciudad volvió a poblarse casi de golpe y de una manera maravillosa, al punto de que un forastero no habría de abandonar su proyecto. Todo lo que pudieron hacer fue advertir y prevenir a los ciudadanos que no recibieran en su casa a las personas provenientes de las regiones infectadas y que no hablaran con ellas.
Era hablar a tontas y a locas, porque los londinenses se creían tan resguardados de la peste, que no atendían ninguna advertencia. Parecían creer que hasta el aire se hallaba restablecido y que éste, tal cual un niño que hubiese tenido la viruela boba, no podía volver a infectarse. Lo cual hizo renacer la idea de que la infección se hallaba únicamente en el aire y que el contagio de un enfermo a una persona sana no existía. Esta fantasía cuajó tan bien en el pueblo, que enfermos y sanos vivían en una cabal promiscuidad. Ni los mahometanos, que, llevados por su principio de predestinación, niegan todo valor al contagio y le permiten desencadenarse, pueden ser tan obstinados como los londinenses. Individuos perfectamente sanos, llegados del aire puro de los campos a la ciudad, no tenían el menor reparo en entrar en las casas y las habitaciones y a veces hasta en los dormitorios mismos de aquellos que se encontraban afectados y no habían sanado aún.
Cierto es que algunos pagaron con su vida su descarada audacia. dacia. Cayeron enfermos, en gran número, y los médicos tuvieron más quehacer que nunca, con la diferencia de que el número de los restablecidos era mayor. Puede decirse que, en general, sanaban, pero el caso es que hubo más personas infectadas y enfermas cuando no morían más de 1000 a 1200 por semana que cuando había de 5 a 6000 decesos semanales, que tanta era la desidia de la gente en medio del peligro de contaminación y del pésimo estado sanitario, y tan poco inclinado se hallaba el pueblo a aceptar el parecer de quienes los ponían en guardia por su bien.
Ya de vuelta la mayoría de los habitantes, pudo advertirse con asombro, después de serias averiguaciones, que familias enteras habían desaparecido totalmente y que no quedaba rastro alguno de ellas, así como que no podía darse con nadie que tuviera algún derecho a poseer lo poco que habían dejado, pues en aquellos tiempos lo que habría debido reencontrarse había sido generalmente aventado a los cuatro vientos.