DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 05/06/2020
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y, no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos donde hoy
se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shad-well; otro en el actual-emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la donde hoy se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shadwell; otro en el actual emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y, no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos donde hoy
se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shad-well; otro en el actual-emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la donde hoy se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shadwell; otro en el actual emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.