6 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 06/06/2020

También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la ciudad y de sus reales envíos de caridad para alivio de los pobres. Dos cosas de las que ya he hablado.
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos y aplastarlos bajo sus leyes penales; mientras estuvieron enfermos, aceptaron sus prédicas, pero ahora, ya sanos, volvían a perseguirlos. Nosotros mismos, que pertenecíamos a la Iglesia, hallábamos duro ese trato y no lo aprobábamos bajo ningún pretexto.
Pero era el gobierno, y lo único que podíamos hacer era deslindar nuestra responsabilidad y callarnos.
Por otra parte, tampoco aprobábamos a los disidentes cuando les reprochaban a los ministros de la Iglesia el haber partido y desertado de sus cargos, abandonando a sus rebaños en peligro, cuando más necesidad de consuelo tenían, etc. Porque no todos los hombres tienen la misma fe ni la misma valentía, y las Escrituras nos ordenan juzgar con la mayor benevolencia posible y de acuerdo con la caridad. La peste es un enemigo formidable armado de terrores, contra los cuales no todos los hombres son lo bastante fuertes como para resistir, ni están suficientemente preparados para aguantar el choque. Es cierto que muchos miembros del clero, que se hallaban en circunstancias favorables, se retiraron, huyeron para proteger sus vidas, pero i también es cierto que muchos permanecieron en su lugar y fueron víctimas de la calamidad mientras ejercían sus funciones.
Y también es verdad que algunos pocos ministros, que se convirtieron en disidentes, se mantuvieron firmes, su valentía mereció elogios y la más alta estima. No puede decirse que todos se quedaron, que ninguno huyó al campo, como tampoco puede afirmarse que todo el clero de la Iglesia se escapó. E igualmente no todos se alejaron sin dejar en su lugar a un vicario u otro representante para que cumpliera con los oficios necesarios y visitara a los enfermos, cuando esto era posible; pero, en conjunto, por uno y otro lado hay que hacer caritativas concesiones y considerar que el año 1665 no puede parangonarse con ningún otro de la historia, y que no siempre el coraje, ni aun el más intrépido, alcanza para sostener a un hombre en semejantes circunstancias. No he hablado antes de estas cosas porque he preferido relatar la energía y el religioso celo de los que, por una y otra parte, arriesgaron su vida al servicio de los pobres en la aflicción, sin recordar a los otros, a los que, pertenecientes a uno y otro partido, faltaron a su deber. Pero la ausencia de moderación entre nosotros ha hecho necesario este testimonio, pues los que se quedaron no sólo se vanagloriaron sobremanera, sino que además despreciaron a los que huyeron, acusándolos de cobardes, de haber desertado de su rebaño, de haberse comportado como mercenarios, etc. A la caridad de los buenos recomiendo mirar atrás y reflexionar seriamente en los terrores de aquel tiempo. Quienquiera proceda así verá que una fuerza ordinaria no podía soportar tamañas cosas. No se trataba de ponerse al frente de un ejército o de dirigir a caballo una carga en un campo de batalla, sino de la muerte misma, amazona en su pálido corcel. Quedarse era morir, y como tal debía ser considerado. Según se presentaban las cosas a fines de agosto y comienzos de septiembre, todo inducía a creerlo; nadie aguardaba ni -con mayor razón- creía que la epidemia daría un giro tan rápido, ni que el número de muertos disminuiría de golpe por abajo de los mil en una semana, cuando se sabía que en aquellos momentos había una cantidad tan prodigiosa de enfermos. Muchos que hasta entonces se habían quedado, se alejaron entonces. Y por otra parte, si Dios ha dado a unos más fuerza que a otros, ¿era esto una razón para que se vanagloriasen de su aptitud para soportar el choque y para endilgarles reproches a los que no recibieron el mismo don y la misma resistencia? ¿No habrían debido ser humildes y sentirse agradecidos de poder resultar útiles a sus hermanos?