DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 07/06/2020
Me parece que debería escribirse, para su gloria, el nombre de los pastores, médicos, cirujanos, apoticarios, magistrados y oficiales de todo tipo, y el de los que, siendo útiles, arriesgaron su vida en el cumplimiento de su deber, cosa que hicieron, ciertamente, todos los que se quedaron. Muchos no sólo la arriesgaron, sino que la perdieron en aquellas tristes circunstancias.
Un día hice una lista de aquellos nombres, esto es, de todas las profesiones, de todos los oficios que causaron la muerte de quienes cumplían con su deber; pero a un simple particular le resultaba imposible llegar a la certidumbre en los casos especiales. Solamente recuerdo que en la ciudad y en la zona franca murieron, antes de comenzar septiembre, 16 pastores, 2 regidores, 5 médicos y 13 cirujanos. Pero como fue el momento de la gran crisis, el punto culminante de la infección, la nómina no podía completarse. Respecto de los funcionarios subalternos, creo que murieron 46 condestables y agentes de policía en las dos parroquias de Stepney y Whitechapel, pero no pude seguir adelante con mi lista, pues cuando la enfermedad arreció, a principios de septiembre, nos azotó sin tasa ni medida. Podía mencionarse cualquier número de muertos. El registro obituario hablaba de siete u ocho mil. Y es cierto que la gente moría en masa, que es lo que puedo afirmar sin haberme puesto a contar. Y si hay que creerles a algunos que vivían en las afueras y que estaban mejor informados que yo, pese a que me mezclaba bastante en los acontecimientos
sin tener nada que hacer en ellos, si hay que creerles, digo, durante las tres primeras semanas de septiembre se enterraron no menos de veinte mil cadáveres por semana. Pero aunque venga suscrito a título de verdad, prefiero atenerme a la cifra oficial de siete a ocho mil por semana, que basta para confirmar todo cuanto he dicho acerca del horror de aquella época. Y tanto para mí, que escribo, como para el lector será una satisfacción personal poder decir que este relato es moderado y se encuentra más bien por abajo antes que por encima de la verdad, Por todo lo cual habría deseado que nuestra conducta se distinguiera por una mayor bondad y una caridad mayor en recuerdo de la calamidad pasada, y que no nos alabáramos tanto por nuestra valentía en habernos quedado, como si todos los que huyeron ante la mano de Dios hubieran sido cobardes y como si los demás no hubiesen tomado a veces su coraje en la fuente de la ignorancia o del desprecio para con das órdenes del Creador, cosa que es una especie de criminal desesperación y no una prueba de real valor.
No puedo dejar de reconocer que los oficiales civiles, condestables, burgomaestres, Lord Mayor y alguaciles, así como los oficiales parroquiales, cuya función consistía en cuidar a los pobres, satisficieron en general sus deberes con tanta valentía como el que más, porque sus oficios los arrastraban a muchísimos riesgos y debían actuar junto a los pobres, que se hallaban particularmente expuestos a la infección y que, cuando enfermaban, caían en una situación lamentable. Pero hay que añadir que muchos de ellos murieron, y en verdad habría sido difícil que ocurriera de otro modo.
Nada he dicho aún a propósito de los medicamentos y preparados a que ordinariamente echaban mano, en aquellas terribles circunstancias, los que, como yo, salían con frecuencia de sus casas. En los libros y las notas de esos charlatanes a que ya me he referido se ha escrito mucho al respecto. Sin embargo, puede agregarse que el Colegio de Médicos daba a publicidad todos los días varios preparados que, en su opinión, parecían dar buenos resultados prácticos. Pero me excuso de reproducirlos en esta ocasión, puesto que es posible conseguirlos impresos.
Con todo, no puedo dejar de señalar lo que le ocurrió a uno de los charlatanes después de haber publicado que contaba con una excelente prevención contra la peste y que todo aquel que se valiera de ella nunca sería infectado, ni aun sería susceptible de serlo. El hombre -es razonable suponerlo- jamás salía de su casa sin llevar en su bolsillo su excelente remedio. Pero cayó enfermo, y la muerte se lo llevó en dos o tres días.
No me cuento entre los que odian o desprecian a los médicos. Al contrario, a menudo he mencionado la consideración que dispensaba a las prescripciones del doctor Heath, amigo mío personal; pero debo reconocer que poco o nada me valía de ellas, salvo, como también he dicho, el fuerte preparado odorífico que siempre tenía listo para los casos en que me sintiera fastidiado por algún mal olor o me aproximara demasiado al cementerio o a algún cadáver.
Al revés de otros, tampoco he estimulado ni excitado constantemente mi ánimo con vino, cordiales ni otros productos, como lo hizo un médico muy capaz, quien se habituó tanto, que no pudo prescindir de ellos después de la epidemia y siguió siendo un borrachín por el resto de su vida.
Me parece que debería escribirse, para su gloria, el nombre de los pastores, médicos, cirujanos, apoticarios, magistrados y oficiales de todo tipo, y el de los que, siendo útiles, arriesgaron su vida en el cumplimiento de su deber, cosa que hicieron, ciertamente, todos los que se quedaron. Muchos no sólo la arriesgaron, sino que la perdieron en aquellas tristes circunstancias.
Un día hice una lista de aquellos nombres, esto es, de todas las profesiones, de todos los oficios que causaron la muerte de quienes cumplían con su deber; pero a un simple particular le resultaba imposible llegar a la certidumbre en los casos especiales. Solamente recuerdo que en la ciudad y en la zona franca murieron, antes de comenzar septiembre, 16 pastores, 2 regidores, 5 médicos y 13 cirujanos. Pero como fue el momento de la gran crisis, el punto culminante de la infección, la nómina no podía completarse. Respecto de los funcionarios subalternos, creo que murieron 46 condestables y agentes de policía en las dos parroquias de Stepney y Whitechapel, pero no pude seguir adelante con mi lista, pues cuando la enfermedad arreció, a principios de septiembre, nos azotó sin tasa ni medida. Podía mencionarse cualquier número de muertos. El registro obituario hablaba de siete u ocho mil. Y es cierto que la gente moría en masa, que es lo que puedo afirmar sin haberme puesto a contar. Y si hay que creerles a algunos que vivían en las afueras y que estaban mejor informados que yo, pese a que me mezclaba bastante en los acontecimientos
sin tener nada que hacer en ellos, si hay que creerles, digo, durante las tres primeras semanas de septiembre se enterraron no menos de veinte mil cadáveres por semana. Pero aunque venga suscrito a título de verdad, prefiero atenerme a la cifra oficial de siete a ocho mil por semana, que basta para confirmar todo cuanto he dicho acerca del horror de aquella época. Y tanto para mí, que escribo, como para el lector será una satisfacción personal poder decir que este relato es moderado y se encuentra más bien por abajo antes que por encima de la verdad, Por todo lo cual habría deseado que nuestra conducta se distinguiera por una mayor bondad y una caridad mayor en recuerdo de la calamidad pasada, y que no nos alabáramos tanto por nuestra valentía en habernos quedado, como si todos los que huyeron ante la mano de Dios hubieran sido cobardes y como si los demás no hubiesen tomado a veces su coraje en la fuente de la ignorancia o del desprecio para con das órdenes del Creador, cosa que es una especie de criminal desesperación y no una prueba de real valor.
No puedo dejar de reconocer que los oficiales civiles, condestables, burgomaestres, Lord Mayor y alguaciles, así como los oficiales parroquiales, cuya función consistía en cuidar a los pobres, satisficieron en general sus deberes con tanta valentía como el que más, porque sus oficios los arrastraban a muchísimos riesgos y debían actuar junto a los pobres, que se hallaban particularmente expuestos a la infección y que, cuando enfermaban, caían en una situación lamentable. Pero hay que añadir que muchos de ellos murieron, y en verdad habría sido difícil que ocurriera de otro modo.
Nada he dicho aún a propósito de los medicamentos y preparados a que ordinariamente echaban mano, en aquellas terribles circunstancias, los que, como yo, salían con frecuencia de sus casas. En los libros y las notas de esos charlatanes a que ya me he referido se ha escrito mucho al respecto. Sin embargo, puede agregarse que el Colegio de Médicos daba a publicidad todos los días varios preparados que, en su opinión, parecían dar buenos resultados prácticos. Pero me excuso de reproducirlos en esta ocasión, puesto que es posible conseguirlos impresos.
Con todo, no puedo dejar de señalar lo que le ocurrió a uno de los charlatanes después de haber publicado que contaba con una excelente prevención contra la peste y que todo aquel que se valiera de ella nunca sería infectado, ni aun sería susceptible de serlo. El hombre -es razonable suponerlo- jamás salía de su casa sin llevar en su bolsillo su excelente remedio. Pero cayó enfermo, y la muerte se lo llevó en dos o tres días.
No me cuento entre los que odian o desprecian a los médicos. Al contrario, a menudo he mencionado la consideración que dispensaba a las prescripciones del doctor Heath, amigo mío personal; pero debo reconocer que poco o nada me valía de ellas, salvo, como también he dicho, el fuerte preparado odorífico que siempre tenía listo para los casos en que me sintiera fastidiado por algún mal olor o me aproximara demasiado al cementerio o a algún cadáver.
Al revés de otros, tampoco he estimulado ni excitado constantemente mi ánimo con vino, cordiales ni otros productos, como lo hizo un médico muy capaz, quien se habituó tanto, que no pudo prescindir de ellos después de la epidemia y siguió siendo un borrachín por el resto de su vida.