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12 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

Con la entrega de ayer finalizamos la publicación del libro del Diario del año de la peste.
Cuando empezamos a publicarlo al inicio de la pandemia eramos optimistas y pensábamos que al acabar de hacerlo, que ya habíamos previsto a mediados de junio, estaríamos fuera de la misma.
No ha sido así en todos los casos y en todo el mundo ha dejado muchos miles de vidas.
Desde aquí agradecer a todos los que han luchado contra esta pandemia, que han sido muchos.
Ojalá nos haya enseñado a valorar los servicios públicos, la ciencia y a evitar el cuñadismo en las discusiones de este nivel.
En España el nivel intelectual de los políticos ha demostrado ser ridículo, pero evidentemente es una fiel representación de sus votantes y de buena parte de los medios de comunicación/propaganda hoy existentes.
La única forma de impedir la imbecilidad más absoluta que parece convertirse en corriente mayoritaria es la educación, la formación permanente y evidentemente la lectura.
Seguro que en la lectura del Diario del Año de la peste ha visto reflejados comportamientos actuales de las ultimas semanas.
No. No hemos aprendido nada desde la época de Dafoe.

11 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 11/06/2020

En medio de aquella terrible aflicción, en momentos en que la situación de Londres era verdaderamente desastrosa, Dios quiso desarmar a su enemigo mediante la inmediata intervención de su Mano. El veneno fue extraído de la mordedura. ¡Oh, maravilla! ¡Hasta los médicos se sintieron sorprendidos! Fueran adonde fueren, encontraban mejorados a sus enfermos, o porque habían transpirado, o porque los tumores habían reventado, o porque los abscesos habían desaparecido, o porque la inflamación periférica había cambiado de color; la fiebre había disminuido, o el violento dolor de cabeza se había calmado, o había cualquier otro buen síntoma. Al cabo de unos pocos días, todo el mundo volvía a ponerse en pie. Familias enteras que habían estado infectadas y, en lo peor del mal, rodeadas de sacerdotes que rezaban por ellas, esperando a cada minuto la muerte, se veían de pronto ganas, otra vez restablecidas, sin que ninguno de sus miembros muriera.
No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente habían desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza; su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuanto deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar.
Si tratara estos hechos como una visible incitación al reconocimiento, cuando vivíamos en el terror de ver que el mal empeorara, algunos pensarían quizás, ahora que ya las cosas no se sienten del mismo modo, que sólo por religiosa y oficiosa hipocresía predico un sermón en lugar de escribir la historia, y me graduarían de instructor en vez de observador. Esto me impide continuar por este camino, como de otra manera lo habría hecho. Pero si diez leprosos fueran sanados y uno solo regresara para dar gracias, yo querría ser ese leproso y testimoniar mi personal reconocimiento.
No discuto que hubo muchas personas que, según todas las apariencias, se sintieron en aquel momento muy agradecidas, y digo que según las apariencias porque las lenguas se habían quedado quietas; todos callaban, aun aquellos cuyo corazón no había sido afectado por un tiempo demasiado largo. Pero la impresión era tan fuerte, que nadie podía resistírsele, ni siquiera los más malo. Cosa común era encontrar en las calles a extraños de los que nada sabíamos que expresaban su sorpresa. Un día, en Aldgate, mucha gente iba y venía. Un hombre desembocó por el extremo de las Minories y mirando la calle de un extremo al otro extendió sus manos hacia adelante y exclamó: « ¡Señor, qué diferencia! La semana pasada vine y había apenas un gato en esta calle.» Y oí que otro agregaba estas palabras: « ¡Es maravilloso! ¡Es un sueño!» «Dios sea loado!», decía un tercero. «Démosle gracias, pues esto es su obra; ya la habilidad y las fuerzas humanas nada podían.» Todas aquellas personas eran extrañas unas respecto de otras. Pero semejantes exclamaciones se hacían frecuentes en la calle, día tras día; y el pueblo, pese a su conducta relajada, iba por las calles dando gracias a Dios por su liberación.
Fue entonces, como ya dije, cuando la gente abandonó todo temor, e incluso con demasiada rapidez. En verdad, ya no sentíamos miedo de pasar al lado de un hombre que llevara un bonete blanco, o un trapo alrededor del cuello, o cojeando (lo que indicaba llagas en la ingle), todas cosas terribles al último grado hasta la semana anterior. La calle estaba llena de ellos, y aquellas pobres criaturas en el camino de la curación (al César lo que es del César) se mostraban sensibles a la liberación inesperada. Yo cometería una injusticia si negara que a muchos de ellos los creía realmente agradecidos.
Pero debo confesar que, en general, puede decirse de ellos, con absoluta justicia, lo que se ha dicho de los hijos de Israel, después de su liberación del ejército del Faraón, cuando pasaron el Mar Rojo y vieron, al darse vuelta, que los egipcios se hundían en las aguas; quiero decir, cuando cantaron loas al Eterno y olvidaron en seguida sus obras.
No puedo ir más lejos. Se me trataría de censor y acaso se me acusaría de injusto si me entregara al enojoso trabajo que consiste en reflexionar, sean cuales fueren las razones, acerca de la ingratitud humana y del regreso a las perversidades de toda especie, cuyo testigo ocular fui. Concluiré, pues, la relación de aquel año desastroso con una estrofa tosca pero sincera, que escribí y puse al final de mis notas el mismo año en que fueron escritas:
Una terrible peste hubo en Londres En el año sesenta y cinco Que arrasó con cien mil almas ¡Y sin embargo estoy vivo!
H. F

10 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 10/06/2020

Yo debería haber señalado que, por grande que fuera la violencia de la peste en Londres y en otros sitios, se observó que nunca castigó a la flota; durante cierto tiempo hubo en la ribera y hasta en las calles muchos enrolamientos para servir en la flota. Pero era a comienzos de año, cuando la peste apenas comenzaba y no había aún alcanzado esa parte de la ciudad donde generalmente se enrola a los marinos. Y aunque la guerra contra los holandeses no hubiera sido recibida con muy buenos ojos por el pueblo, y aunque los marineros hubieran partido para el servicio con una especie de repulsión, muchos de ellos quejándose de que los llevaran por la fuerza, los acontecimientos probaron que aquella fue una feliz violencia para muchos, que de otro modo probablemente habrían perecido en la calamidad general. Una vez terminado el servicio, regresaron. Y tuvieron muy buenas razones para llorar por la desolación de sus familias, muchos de cuyos miembros descansaban en la tumba, también tuvieron motivos de reconocimiento por haber sido arrastrados fuera del alcance del mal, a menudo contra su voluntad. Aquel año tuvimos una guerra cruel contra los holandeses, y hubo una gran batalla en el mar en la que los Países Bajos fueron derrotados; nosotros perdimos muchos hombres y varios buques. Pero, como ya he destacado, la peste no estaba en la flota y su violencia, cuando los marinos regresaron para desarmar sus navíos en la ribera, comenzaba a decrecer.
Me sentiría feliz si pudiera terminar el relato de aquel doloroso afio con algunos ejemplos atinentes a nuestro reconocimiento para con Dios, nuestro protector, nuestro libertador de aquella espeluznante calamidad. Por cierto, las circunstancias de la liberación, tanto como la magnitud del enemigo del que acabábamos de ser salvados, ordenaron la gratitud de toda la nación. Las circunstancias de la liberación fueron, en efecto, notables, como ya he dicho, sobre todo en el terrible extremo a que habíamos sido reducidos, cuando, para sorpresa de la ciudad íntegra, nos zambullimos en la alegría y la esperanza del fin de la epidemia.
Nada más que la intervención inmediata de la Mano Divina, nada más que su Omnipotencia, pudo operar semejante cambio. El contagio desafiaba a todo remedio; la muerte hacía estragos por doquier; si las cosas hubieran continuado durante algunas semanas más, la ciudad habría quedado desnuda de todo cuanto poseía alma. Por todas partes los hombres caían en la desesperación; los corazones desfallecían de miedo. En la angustia de su alma, la gente perdía hasta el último resto de coraje, y en los rostros y en la actitud del pueblo se leía el pánico a la muerte.
En ese mismo momento, cuando en verdad podíamos decir: «Vano es el socorro del hombre», quiso Dios, para nuestra grande y dulcísima sorpresa, abatir la furia del mal, y al declinar la malignidad de éste, y aunque aún había un número infinito de enfermos, cada vez fueron muriendo menos, y el inmediato registro semanal indicó una disminución de 1843 muertos. Una sensible caída, en verdad.
Es imposible expresar el cambio que se manifestó en el aspecto mismo de la gente aquel jueves por la mañana, cuando apareció el boletín semanal. Habría podido advertirse en su actitud que una secreta sorpresa y una sonrisa de júbilo reinaban en el rostro de cada cual. Quienes un día antes apenas habrían querido andar por una misma acera se apretaban la mano en plena calle. En donde las calles no eran demasiado anchas las ventanas se abrían de par en par y la gente se llamaba de una casa a otra, preguntándose cómo estaban y si se habían enterado de la declinación de la peste.
Algunos se informaban cuando uno les hablaba de buenas noticias. « ¿Qué noticias?» Y cuando uno les respondía que la peste se calmaba y que los periódicos señalaban una disminución de por lo menos dos mil muertos, exclamaban: « ¡Dios sea loado!» y lloraban a lágrima viva de alegría, diciendo que no habían sabido nada. Tal fue la dicha del pueblo, que la vida parecía salir de la tumba. En el exceso de su júbilo la gente hizo tantas cosas extravagantes como las que había hecho en la angustia de su dolor. Pero así, narrado, aquello se empequeñece, pierde su valor.
Debo confesar que también yo me había sentido muy abatido antes, pues el número de los que habían caído enfermos durante la semana o las dos semanas anteriores, para no hablar de los que habían muerto, había sido tan elevado, y tantas eran por doquier las lamentaciones, que un hombre habría parecido actuar contra la razón si tan sólo hubiera aguardado escapar al azote. Y como en mi vecindad la única casa no infectada era la mía, corría el rumor de que no pasaría mucho antes de que no quedara nadie sin contaminar. A decir verdad, apenas puede creerse en la terrible mortandad que habían hecho las tres últimas semanas; de atenerme a los cálculos de la persona cuyos informes siempre me parecieron muy bien fundados, hubo no menos de 30.000 muertos y 100.000 personas alcanzadas por la peste. El número de los afectados era sorprendente; a veces, incluso, aplastante. Aquellos a los que el valor había sostenido hasta entonces se sintieron desmayar.

9 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 09/06/2020

Todas estas cosas volvían a alarmarnos. Quienes conocieron a Londres antes del incendio deben de recordar que el mercado de Newgate no existía, pero que en mitad de la calle que hoy se llama Blowbladder, así designada a causa de los carniceros que allí ofrecían sus carneros, los matarifes tenían, al parecer, la costumbre de soplar con cánulas la carne para que pareciera más grande y grasa, por cuyo motivo fueron castigados por el Lord Mayor. Y digo que desde el extremo de la calle hasta Newgate se veían dos filas de puestos de carniceros para vender carne. Frente a los puestos, dos personas cayeron muertas mientras compraban carne, lo que hizo correr el rumor de que toda la carne se hallaba infectada. La gente fue presa del pánico y el mercado fue abandonado durante dos o tres días. Luego quedó claramente demostrado que la sugestión no tenía nada de cierto. Pero nadie puede ser responsabilizado por un pavor que se apodera de los espíritus.
Sin embargo, Dios, al prolongar la temperatura invernal, quiso restituirle a la ciudad su salud; hacia febrero considerábamos completamente terminada la enfermedad, y ya no nos dejamos asustar tan fácilmente.
Existía un problema que conmovía a los sabios y que, en sus comienzos, también había atormentado al pueblo, esto es, de qué manera se podían desinfectar los objetos contaminados y cómo volver a hacer habitables las casas que habían sido desocupadas durante la epidemia. Los médicos prescribieron cantidades de perfumes y preparados, unos de una especie, otros de otra. La gente prestó oídos y se lanzó a hacer grandes gastos, inútiles a mi parecer. Los pobres, que se conformaron con abrir sus ventanas noche y día y con quemar azufre, alquitrán, pólvora, etc., en sus cuartos, salieron igualmente bien parados. Y ni aun los impacientes, que, como dije, regresaron demasiado pronto a sus casas, contra viento y marea, se sintieron en modo alguno fastidiados por éstas ni por los diferentes objetos que en ellas se encontraban, y no hicieron nada, o casi nada.
Sin embargo, en general, la gente prudente y prevenida adoptó algunas medidas para airear y depurar sus casas. Quemaron perfumes, incienso, benjuí, resinas y azufre en las habitaciones herméticamente cerradas, y luego expulsaron el aire infectado con una carga de pólvora. Otros encendían grandes fogatas, día y noche, durante varios días seguidos. Para mayor seguridad, dos o tres llegaron a incendiar sus casas y las desinfectaron completamente reduciéndolas a cenizas; en particular, una en Ratcliff, otra en Holborn y otra más en Westminster. También se les prendió fuego a otras, pero felizmente se logró extinguirlo a tiempo. El sirviente de un ciudadano -creo que fue en Thames Street- llevó a la casa de su amo tal cantidad de pólvora para combatir la infección, y tan locamente se valió de ella, que hizo saltar una parte del techo.
Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas. Algunos de nuestros charlatanes filósofos pretendieron que sólo entonces los gérmenes de la peste quedaron completamente destruidos, y no antes, idea demasiado ridícula para tomarnos el trabajo de hablar de ella en esta oportunidad: si los gérmenes de la peste sólo por el fuego habían sido destruidos, ¿cómo se explica que todas las casas de la zona franca y de los aledaños de la ciudad, todas las grandes parroquias de Stepney, Whitechapel, Aldgate, Bishopsgate, Shoreditch, Cripplegate y St. Giles, donde la peste había azotado con mayor violencia y que no supieron de incendio alguno, hayan podido permanecer en las mismas condiciones que antes de la peste?
Pero para ajustar bien las cosas hay que decir que es cierto que los que tomaban cuidados mayores que los comunes para preservar su salud siguieron instrucciones especiales. A fin de «impregnar» sus casas, como decían, quemaron gran número de productos caros, que no sólo «impregnaron» las casas que deseaban purificar, sino que además llenaron el aire de aromas sanos y agradables, con que se beneficiaron tanto los demás como los que hacían el gasto.
Mientras el pueblo regresaba con precipitación a la ciudad, los ricos no se apresuraban tanto. Los que tenían negocios volvieron, es cierto, pero muchos de ellos no trajeron consigo a sus familias antes de la primavera, cuando ya contaron con buenas razones para creer que la peste no reaparecía.
La Corte regresó después de Navidad, pero la nobleza y la alta burguesía, salvo aquellos cuya presencia era necesaria y estaban ocupados de la administración, no volvieron con tanta rapidez.



8 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 08/06/2020

Recuerdo que mi amigo el doctor tenía la costumbre de decir que había ciertos preparados seguramente buenos en caso de epidemia que los médicos podían preparar en una variedad infinita de drogas, como el campanero puede lograr varias centenas de melodías con sólo cambiar el orden y el sonido de sus seis campanas, y que todos esos preparados eran excelentes. «De modo -decía- que no me asombra el hecho de que se nos ofrezca semejante número de medicamentos en la presente calamidad, ni que casi no haya médico que no prescriba o prepare una cosa distinta, de acuerdo con su experiencia o con la orientación de su juicio. Pero -añadía mi amigo- examínense todas las
prescripciones de todos los médicos de Londres, y se hallará que todas están compuestas de las mismas cosas, con las ínfimas variaciones que puede introducir la idea del médico. De manera que determinado sujeto, basándose en su propia constitución y en su manera de vivir, así como en las circunstancias en que ha podido ser infectado, se prescribirá sus medicamentos escogiendo entre las drogas y las preparaciones corrientes. Sin embargo, cada cual recomienda una cosa u otra como si fuera soberana. Esa pill.ruff., llamada píldora antipestilencia, es la mejor preparación que pueda hacerse. Otros creen que la triaca de Venecia basta por sí sola para preservar del contagio, y yo -concluía-pienso bien de ambas, es decir, que la última es buena como preventivo, y la otra, si uno se halla afectado, como curativo.» De acuerdo con esa creencia, tomé varias veces triaca de Venecia, y consiguientemente sudé en abundancia, y me creía fortificado contra la infección tanto como uno puede estarlo por el poder de la medicina.
En cuanto a los farsantes y a los charlatanes, de los que la ciudad estaba llena, ya no oía a uno solo de ellos, y con algún asombro advertí que dos años después de la peste apenas se los veía en la ciudad. Hubo quienes pensaban que la infección había arrasado con todos ellos, en lo cual veían un signo particular de la venganza divina contra los que conducen a la pobre gente al borde del abismo de perdición no más que para sacarle el poco dinero que ésta pueda tener. Pero yo no voy tan lejos. Es cierto que muchos de ellos murieron. Supe de una infinidad de casos. Pero que todos fueran barridos, esa es otra cuestión. Se me ocurre que huyeron al campo y que pusieron en práctica sus artificios con los campesinos que temían la epidemia antes de que ésta llegara hasta ellos.
Lo cierto es que ni un solo charlatán apareció en Londres durante mucho tiempo, ni en los aledaños. Hubo doctores que publicaron ordenanzas recomendando diferentes preparados medicinales para asear el cuerpo después de la peste y que resultaban útiles para los que, habiendo sido contaminados, habían sanado. Creo y debo reconocer que, de acuerdo con la opinión de los médicos más eminentes de entonces, la peste misma era un purgante suficiente. Los que escaparon a la infección no necesitaban medicamento alguno para purgar su cuerpo: las supuraciones, los tumores, etc., reventados y mantenidos abiertos conforme a la opinión de los médicos, los habían ampliamente aseados, y todas las demás enfermedades y causas de enfermedades habían sido efectivamente borradas de tal manera. Y los médicos, al dar este parecer como opinión suya en todas las partes por donde iban, terminaron con el negocio de los charlatanes.
Con posterioridad a la disminución de la peste hubo varias pequeñas señales de alerta en la ciudad. No sé si habían sido maquinadas para espantar e introducir el desorden en el pueblo, como imaginaron algunos, pero a veces se nos dijo que la peste iba a regresar, y el famoso Salomon Eagle, el cuáquero desnudo de que he hablado, todos los días profetizaba nuevas desgracias. Muchos nos decían que Londres no había sido suficientemente flagelada y que aún faltaba descargarse los golpes más duros y severos. Si no se hubieran quedado en eso, si hubieran condescendido en darnos detalles y nos hubieran dicho que al año siguiente un incendio destruiría la ciudad, entonces, en verdad, cuando hubiéramos visto ocurrir tales cosas, no se nos habría podido censurar por el hecho de distinguir con respeto sus proféticas voces. Por lo menos los habríamos admirado y nos habríamos informado con mayor seriedad de lo que querían decir y de dónde provenía su presciencia. Pero como generalmente nos hablaban de un recrudecimiento de la peste, apenas nos ocupábamos de ellos. Los frecuentes rumores nos tenían de continuo en una especie de aprensión, y si alguien moría súbitamente, o si un momento dado había más casos de viruela, nos sentíamos enloquecidos, y más aún si los casos de peste aumentaban, pues hasta fin de año hubo entre 200 y 300.


7 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 07/06/2020

Me parece que debería escribirse, para su gloria, el nombre de los pastores, médicos, cirujanos, apoticarios, magistrados y oficiales de todo tipo, y el de los que, siendo útiles, arriesgaron su vida en el cumplimiento de su deber, cosa que hicieron, ciertamente, todos los que se quedaron. Muchos no sólo la arriesgaron, sino que la perdieron en aquellas tristes circunstancias.
Un día hice una lista de aquellos nombres, esto es, de todas las profesiones, de todos los oficios que causaron la muerte de quienes cumplían con su deber; pero a un simple particular le resultaba imposible llegar a la certidumbre en los casos especiales. Solamente recuerdo que en la ciudad y en la zona franca murieron, antes de comenzar septiembre, 16 pastores, 2 regidores, 5 médicos y 13 cirujanos. Pero como fue el momento de la gran crisis, el punto culminante de la infección, la nómina no podía completarse. Respecto de los funcionarios subalternos, creo que murieron 46 condestables y agentes de policía en las dos parroquias de Stepney y Whitechapel, pero no pude seguir adelante con mi lista, pues cuando la enfermedad arreció, a principios de septiembre, nos azotó sin tasa ni medida. Podía mencionarse cualquier número de muertos. El registro obituario hablaba de siete u ocho mil. Y es cierto que la gente moría en masa, que es lo que puedo afirmar sin haberme puesto a contar. Y si hay que creerles a algunos que vivían en las afueras y que estaban mejor informados que yo, pese a que me mezclaba bastante en los acontecimientos
sin tener nada que hacer en ellos, si hay que creerles, digo, durante las tres primeras semanas de septiembre se enterraron no menos de veinte mil cadáveres por semana. Pero aunque venga suscrito a título de verdad, prefiero atenerme a la cifra oficial de siete a ocho mil por semana, que basta para confirmar todo cuanto he dicho acerca del horror de aquella época. Y tanto para mí, que escribo, como para el lector será una satisfacción personal poder decir que este relato es moderado y se encuentra más bien por abajo antes que por encima de la verdad, Por todo lo cual habría deseado que nuestra conducta se distinguiera por una mayor bondad y una caridad mayor en recuerdo de la calamidad pasada, y que no nos alabáramos tanto por nuestra valentía en habernos quedado, como si todos los que huyeron ante la mano de Dios hubieran sido cobardes y como si los demás no hubiesen tomado a veces su coraje en la fuente de la ignorancia o del desprecio para con das órdenes del Creador, cosa que es una especie de criminal desesperación y no una prueba de real valor.
No puedo dejar de reconocer que los oficiales civiles, condestables, burgomaestres, Lord Mayor y alguaciles, así como los oficiales parroquiales, cuya función consistía en cuidar a los pobres, satisficieron en general sus deberes con tanta valentía como el que más, porque sus oficios los arrastraban a muchísimos riesgos y debían actuar junto a los pobres, que se hallaban particularmente expuestos a la infección y que, cuando enfermaban, caían en una situación lamentable. Pero hay que añadir que muchos de ellos murieron, y en verdad habría sido difícil que ocurriera de otro modo.
Nada he dicho aún a propósito de los medicamentos y preparados a que ordinariamente echaban mano, en aquellas terribles circunstancias, los que, como yo, salían con frecuencia de sus casas. En los libros y las notas de esos charlatanes a que ya me he referido se ha escrito mucho al respecto. Sin embargo, puede agregarse que el Colegio de Médicos daba a publicidad todos los días varios preparados que, en su opinión, parecían dar buenos resultados prácticos. Pero me excuso de reproducirlos en esta ocasión, puesto que es posible conseguirlos impresos.
Con todo, no puedo dejar de señalar lo que le ocurrió a uno de los charlatanes después de haber publicado que contaba con una excelente prevención contra la peste y que todo aquel que se valiera de ella nunca sería infectado, ni aun sería susceptible de serlo. El hombre -es razonable suponerlo- jamás salía de su casa sin llevar en su bolsillo su excelente remedio. Pero cayó enfermo, y la muerte se lo llevó en dos o tres días.
No me cuento entre los que odian o desprecian a los médicos. Al contrario, a menudo he mencionado la consideración que dispensaba a las prescripciones del doctor Heath, amigo mío personal; pero debo reconocer que poco o nada me valía de ellas, salvo, como también he dicho, el fuerte preparado odorífico que siempre tenía listo para los casos en que me sintiera fastidiado por algún mal olor o me aproximara demasiado al cementerio o a algún cadáver.
Al revés de otros, tampoco he estimulado ni excitado constantemente mi ánimo con vino, cordiales ni otros productos, como lo hizo un médico muy capaz, quien se habituó tanto, que no pudo prescindir de ellos después de la epidemia y siguió siendo un borrachín por el resto de su vida.



6 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 06/06/2020

También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la ciudad y de sus reales envíos de caridad para alivio de los pobres. Dos cosas de las que ya he hablado.
En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos y aplastarlos bajo sus leyes penales; mientras estuvieron enfermos, aceptaron sus prédicas, pero ahora, ya sanos, volvían a perseguirlos. Nosotros mismos, que pertenecíamos a la Iglesia, hallábamos duro ese trato y no lo aprobábamos bajo ningún pretexto.
Pero era el gobierno, y lo único que podíamos hacer era deslindar nuestra responsabilidad y callarnos.
Por otra parte, tampoco aprobábamos a los disidentes cuando les reprochaban a los ministros de la Iglesia el haber partido y desertado de sus cargos, abandonando a sus rebaños en peligro, cuando más necesidad de consuelo tenían, etc. Porque no todos los hombres tienen la misma fe ni la misma valentía, y las Escrituras nos ordenan juzgar con la mayor benevolencia posible y de acuerdo con la caridad. La peste es un enemigo formidable armado de terrores, contra los cuales no todos los hombres son lo bastante fuertes como para resistir, ni están suficientemente preparados para aguantar el choque. Es cierto que muchos miembros del clero, que se hallaban en circunstancias favorables, se retiraron, huyeron para proteger sus vidas, pero i también es cierto que muchos permanecieron en su lugar y fueron víctimas de la calamidad mientras ejercían sus funciones.
Y también es verdad que algunos pocos ministros, que se convirtieron en disidentes, se mantuvieron firmes, su valentía mereció elogios y la más alta estima. No puede decirse que todos se quedaron, que ninguno huyó al campo, como tampoco puede afirmarse que todo el clero de la Iglesia se escapó. E igualmente no todos se alejaron sin dejar en su lugar a un vicario u otro representante para que cumpliera con los oficios necesarios y visitara a los enfermos, cuando esto era posible; pero, en conjunto, por uno y otro lado hay que hacer caritativas concesiones y considerar que el año 1665 no puede parangonarse con ningún otro de la historia, y que no siempre el coraje, ni aun el más intrépido, alcanza para sostener a un hombre en semejantes circunstancias. No he hablado antes de estas cosas porque he preferido relatar la energía y el religioso celo de los que, por una y otra parte, arriesgaron su vida al servicio de los pobres en la aflicción, sin recordar a los otros, a los que, pertenecientes a uno y otro partido, faltaron a su deber. Pero la ausencia de moderación entre nosotros ha hecho necesario este testimonio, pues los que se quedaron no sólo se vanagloriaron sobremanera, sino que además despreciaron a los que huyeron, acusándolos de cobardes, de haber desertado de su rebaño, de haberse comportado como mercenarios, etc. A la caridad de los buenos recomiendo mirar atrás y reflexionar seriamente en los terrores de aquel tiempo. Quienquiera proceda así verá que una fuerza ordinaria no podía soportar tamañas cosas. No se trataba de ponerse al frente de un ejército o de dirigir a caballo una carga en un campo de batalla, sino de la muerte misma, amazona en su pálido corcel. Quedarse era morir, y como tal debía ser considerado. Según se presentaban las cosas a fines de agosto y comienzos de septiembre, todo inducía a creerlo; nadie aguardaba ni -con mayor razón- creía que la epidemia daría un giro tan rápido, ni que el número de muertos disminuiría de golpe por abajo de los mil en una semana, cuando se sabía que en aquellos momentos había una cantidad tan prodigiosa de enfermos. Muchos que hasta entonces se habían quedado, se alejaron entonces. Y por otra parte, si Dios ha dado a unos más fuerza que a otros, ¿era esto una razón para que se vanagloriasen de su aptitud para soportar el choque y para endilgarles reproches a los que no recibieron el mismo don y la misma resistencia? ¿No habrían debido ser humildes y sentirse agradecidos de poder resultar útiles a sus hermanos?


5 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 05/06/2020

En cuanto a los médicos que habían abandonado a sus enfermos durante la epidemia y que después regresaron a la ciudad, muy severos fueron los reproches que se les dirigieron, y no hubo quien los empleara. Se les llamó desertores, y a menudo se colgaron sobre sus puertas unos cartelitos que decían: «Médico se ofrece». Muchos se vieron obligados a quedarse quietos durante cierto tiempo y a observar lo que sucedía a su alrededor. O bien, por último, abandonaron su residencia y se instalaron en otra parte, en donde trabaron nuevas relaciones. Lo mismo ocurrió con el clero, con el que el pueblo se mostró muy agresivo, escribiendo versos sobre él, o reflexiones escandalosas, y poniendo sobre la puerta de la iglesia: «Se alquila púlpito», o a veces: «Se vende», lo que era más grave aún.
El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y, no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos donde hoy
se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shad-well; otro en el actual-emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.
También habría debido acumular en este relato muchas otras cosas notables que ocurrieron durante la epidemia, principalmente lo que sucedió entre el Lord Mayor y la Corte, que entonces se hallaba en Oxford, así como las instrucciones que de tanto en tanto recibíamos del gobierno respecto de la conducta que debíamos observar en aquel crítico caso. Pero la verdad es que la Corte se inquietó tan poco, y lo que hizo tuvo tan escasa importancia, que no veo la ventaja de mencionar aquí su papel, excepción hecha del día de ayuno mensual que fijó en la donde hoy se encuentra la iglesia de St. Paul, en Shadwell; otro en el actual emplazamiento de la Iglesia de St. Jean, en Wapping. Ninguno de ellos llevaba por entonces el nombre de su parroquia y ambos pertenecían a Stepney.
Podría mencionar muchos otros, pero he querido limitarme a los casos que conocía personalmente, y esta circunstancia hará, en mi opinión, más interesante este relato. En resumen, en aquellos tiempos de miseria fue forzoso tomar varios sitios nuevos de sepultura en la mayoría de las parroquias, con el fin de depositar en ellos el número prodigioso de los que murieron en ese breve lapso. Pero lo que no puedo comprender, y que encuentro vituperable, es que no se haya impedido dar a aquellos lugares su anterior uso ordinario, a fin de que los cuerpos reposasen definitivamente en paz. Y no sé a quién condenar.
Habría debido decir que por aquella época los cuáqueros tenían un sitio de sepultura aparte, del que aún hoy se valen. También poseían una carreta particular para recoger sus muertos en sus propias casas, y el famoso Salomon Eagle -quien, como ya dije, había predicho la peste como un juicio y corría completamente desnudo por las calles, gritándole al pueblo que la enfermedad se había desencadenado sobre él en castigo por sus pecados- perdió a su mujer al segundo día de la peste, la cual fue una de las primeras en ser trasportadas por la carreta mortuoria de los cuáqueros a su nuevo cementerio.

4 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 04/06/2020

Se dijo que los objetos abandonados pasaron al rey, como heredero universal. A raíz de lo cual oí decir, y creo que en parte era cierto, que el rey los donó a título de bienes confiscados al Lord Mayor y a la Corte de Regidores de Londres, para ser empleados en bien de los pobres, que por entonces abundaban. Cabe considerar, en efecto (aunque las ocasiones de ayuda y los motivos de aflicción fuesen más frecuentes cuando la peste se hallaba en toda su violencia que cuando hubo pasado), que la miseria de los pobres fue, no obstante, innegablemente mayor, porque la general corriente de caridad se había entonces agotado. Se pensaba que ya no había
razones para dar, y las manos se cerraban. Por eso hubo algunos casos sumamente conmovedores y una gran aflicción entre los pobres.
Aunque el estado sanitario de la ciudad había sido restablecido, el comercio exterior permanecía impasible, y los extranjeros no quisieron volver a admitir, durante mucho tiempo, a nuestros barcos en sus puertos. Por lo que atañe a los holandeses, los desacuerdos entre ellos y nuestra Corte habían desencadenado una guerra el año anterior; dígase que por nuestra parte el comercio había sido completamente interrumpido. Pero España y Portugal, e Italia y Berbería, así como Ham-burgo y todos los puertos del Báltico, mantuvieron su reserva para con nosotros durante mucho tiempo y no quisieron reanudar el comercio antes de que pasaran varios meses.
La epidemia había segado tantísimas vidas, que muchas parroquias exteriores, si no todas, se vieron obligadas a acondicionar nuevos cementerios, además del de Bunhill Fields, al que ya me he referido. Algunos de ellos están en uso aún hoy. Otros fueron abandonados, debo confesar que esto sólo me merece reproches, o destinados a otros usos. Los cadáveres, maltratados, desenterrados, incluso antes de que la carne se hubiese separado de los huesos, fueron arrojados en cualquier parte, como estiércol o basura. He aquí algunos de los casos que pude observar por mí mismo:
1. Un terreno, situado detrás de Groswell Street, cerca de Mount Hill, vestigio de las viejas líneas de fortificación, donde un gran número de vecinos de las parroquias de Aldersgate, Clerckenwell y hasta de allende la ciudad habían sido enterrados todos juntos, fue convertido en jardín de convalecencia y más tarde destinado a construcciones.
2. Un terreno, situado justamente más allá del lugar llamado Black Ditch, al término de Holloway Lane, en la parroquia de Shoreditch, fue transformado en chiquero y empleado en otras cosas por el estilo, pero de ningún modo como cementerio.
3. El extremo superior de Hand Alley, en Bishopsgate Street, era un prado y había servido principalmente para la parroquia de Bishopsgate, aunque muchas carretas de la ciudad llevaban allí sus muertos, sobre todo las de la parroquia de St. Allhallows. No puedo hablar sin pena de este sitio. Más o menos dos o tres años después de la peste, si recuerdo bien, sir Robert Clayton se convirtió en propietario de todo el terreno. Se dijo, y no sé si es cierto, que éste había caído en manos del rey debido a la falta de herederos, pues todos los derechohabientes habían muerto bajo el látigo de la peste, y que sir Robert lo obtuvo como un regalo del rey Carlos II. Pero sea cual hubiere sido la manera en que lo obtuvo, lo cierto es que el terreno fue destinado a construcciones. Ante todo se levantó en él una casa muy grande y hermosa, que todavía está en pie, daba a la calle que hoy se llama Hand Alley y que, a pesar de su nombre de callejuela, es tan ancha como una verdadera calle. Las casas ubicadas al norte fueron construidas en el sitio mismo donde se enterraba a los muertos. Cuando se cayó para echar los cimientos, los cadáveres quedaron al descubierto; algunos todavía podían reconocerse. Se distinguían los cráneos de mujeres por las largas cabelleras, y la carne no se hallaba aún del todo destruida, a tal punto que tales hechos originaron no pocas protestas, como que hubo quienes sugirieron que ello podía determinar un recrudecimiento del contagio. Por cuyo motivo las osamentas y los cadáveres fueron trasportados, tan pronto como se los desenterraba, a otra parte del mismo terreno y arrojados todos juntos a una gran fosa cavada ex profeso. Actualmente se la puede reconocer porque sobre ella no se ha construido nada y forma un pasaje que conduce a otra casa, en la parte superior de la callejuela Rose, justamente contra la puerta de una sala de reuniones que fue construida mucho tiempo después. Este terreno fue cercado y forma una placita, separada, así, del resto del pasaje. Allí reposan las osamentas y los restos de cerca de dos mil personas que las carretas arrojaron en ese solo año.
4. Además existe un terreno en Moorfields, en la calle que hoy se llama Old Bethlem y que ha sido ensanchada, aun cuando no en toda su extensión.
5. La parroquia de Stepney, que se extiende del este al norte de Londres, hasta la vera del cementerio de Shoreditch, había ocupado un terreno cerca del susodicho cementerio que ha permanecido abierto y aún forma parte, supongo, del cementerio. Además había otros dos lugares de sepultura en Spitalfields: uno donde más tarde se levantó una capilla o un altar para rogar por las almas de esta parroquia, y otro en Petticoat Lane.


Hubo, por lo demás, no menos de cinco terrenos que sirvieron para la parroquia de Stepney por aquella época: uno
DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE
- ciudad y de sus reales envíos de caridad para alivio de los pobres. Dos cosas de las que ya he hablado.




3 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 03/06/2020

Algunas partes de Inglaterra se hallaban por entonces infectadas con tanta violencia como lo había estado Londres. Las ciudades de Norwich, Peterborough, Lincoln, Colches-ter y otras estaban contaminadas. Los magistrados de Londres comenzaron a dictar disposiciones relativas a nuestra conducta en nuestras relaciones con esas ciudades. A decir verdad, no podíamos impedirles que entraran en Londres, pues resultaba imposible reconocerlos. De modo que tras innumerables consultas el Lord Mayor y la corte de concejales se vieron obligados se dejó ver en las calles como si todo el peligro hubiese ya pasado. Por mucho que aún había entre 1000 y 1800 muertos por semana, la gente afluyó a la ciudad como si tal cosa. Era asombroso. Y consecuencia de ello fue que en la primera semana de noviembre la nómina registró un nuevo aumento de 400 de creer a los médicos, más de 3000 personas cayeron enfermas, la mayoría de las cuales eran recién llegados.
Un tal John Cook barbero en St. Martin, fue ejemplo probatorio del apresuramiento en regresar no bien la peste comenzó a decrecer. Cook se había marchado de la ciudad con toda su familia y había cerrado su casa, para irse, como tantos otros, al campo. Llegó noviembre, y al ver que la peste decrecía hasta el punto de que no había más que 905 muertos por semana, cuya causa podía ser cualquiera de las enfermedades, se arriesgó a regresar. Diez personas componían su familia: él mismo, su mujer, cinco hijos, dos aprendices y una doméstica. No haría más de una semana que había regresado, reabierto su negocio y retomado sus ocupaciones, cuando la enfermedad estalló en su familia. En cinco días murieron todos, excepto uno; vale decir que murieron John, su mujer, sus cinco hijos y los dos aprendices: sólo la sirvienta sobrevivió.
Pero la misericordia divina superó cuanto habríamos podido esperar, pues la malignidad de la enfermedad había cesado, el contagio llegaba a su fin y el tiempo, con el invierno que se acercaba a la carrera, era claro y frío, con unas heladas rigurosas. Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud. Es cierto que hasta mediados de diciembre hubo algunos arrestos de la enfermedad, y los registros denunciaron hasta un centenar de muertos.
Pero la mortalidad había vuelto a decrecer, y al cabo de poco tiempo las cosas retomaron su curso habitual. La ciudad volvió a poblarse casi de golpe y de una manera maravillosa, al punto de que un forastero no habría de abandonar su proyecto. Todo lo que pudieron hacer fue advertir y prevenir a los ciudadanos que no recibieran en su casa a las personas provenientes de las regiones infectadas y que no hablaran con ellas.
Era hablar a tontas y a locas, porque los londinenses se creían tan resguardados de la peste, que no atendían ninguna advertencia. Parecían creer que hasta el aire se hallaba restablecido y que éste, tal cual un niño que hubiese tenido la viruela boba, no podía volver a infectarse. Lo cual hizo renacer la idea de que la infección se hallaba únicamente en el aire y que el contagio de un enfermo a una persona sana no existía. Esta fantasía cuajó tan bien en el pueblo, que enfermos y sanos vivían en una cabal promiscuidad. Ni los mahometanos, que, llevados por su principio de predestinación, niegan todo valor al contagio y le permiten desencadenarse, pueden ser tan obstinados como los londinenses. Individuos perfectamente sanos, llegados del aire puro de los campos a la ciudad, no tenían el menor reparo en entrar en las casas y las habitaciones y a veces hasta en los dormitorios mismos de aquellos que se encontraban afectados y no habían sanado aún.
Cierto es que algunos pagaron con su vida su descarada audacia. dacia. Cayeron enfermos, en gran número, y los médicos tuvieron más quehacer que nunca, con la diferencia de que el número de los restablecidos era mayor. Puede decirse que, en general, sanaban, pero el caso es que hubo más personas infectadas y enfermas cuando no morían más de 1000 a 1200 por semana que cuando había de 5 a 6000 decesos semanales, que tanta era la desidia de la gente en medio del peligro de contaminación y del pésimo estado sanitario, y tan poco inclinado se hallaba el pueblo a aceptar el parecer de quienes los ponían en guardia por su bien.
Ya de vuelta la mayoría de los habitantes, pudo advertirse con asombro, después de serias averiguaciones, que familias enteras habían desaparecido totalmente y que no quedaba rastro alguno de ellas, así como que no podía darse con nadie que tuviera algún derecho a poseer lo poco que habían dejado, pues en aquellos tiempos lo que habría debido reencontrarse había sido generalmente aventado a los cuatro vientos.



2 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 02/06/2020

Y estaban los intolerables sufrimientos causados por los bubones, que, si ya no hacían que el enfermo perdiera la cabeza y entrara a divagar -de lo que he dado varios ejemplos-, le producían al paciente unos tormentos inexpresables. Los desventurados que contrajeron la peste se quejaron amargamente, aun después de haber salido vivos, de los que les habían dicho que el peligro ya no existía y se arrepintieron sobremanera de su apresuramiento y de su locura, que les indujo a exponerse al mal.
La imprudencia del pueblo no se detuvo allí. Muchos de los que habían dejado a un lado todas las precauciones sufrieron de un modo más horrible aún. Y si muchos escaparon, también muchos murieron. Y por último la temeridad fue causa de un estrago público, porque impidió que los decesos disminuyeran con la rapidez con que deberían haberlo hecho. El hecho es que la idea atravesó la ciudad como un relámpago, y las mentes fueron poseídas por ella, y tan pronto como los restablecidos hubieron señalado la primera gran disminución, advertimos que los dos registros posteriores no señalaban una disminución proporcional. Responsabilicé a la desconsideración con que el pueblo corría hacia el peligro, abandonando precauciones y cuidados y el temor de que antes había dado muestra, confiado en que la enfermedad no lo alcanzaría, o por lo menos no sería ya mortal.
Los médicos se oponían con toda su fuerza a aquel rapto de despreocupación y publicaban instrucciones, que distribuían por la ciudad y los alrededores, aconsejando a los habitantes mantenerse prudentes y echar mano a cuanta precaución fuera posible, pese a la disminución de la enfermedad. Pretendían aterrorizar con el peligro de una recaída de toda la ciudad y mostraban que ella podía ser fatal y más peligrosa que toda la epidemia que acabábamos de sufrir. Y lo hacían con muchísimos argumentos y razonamientos -demasiado extensos para repetirlos aquí-, para explicar y convencer.
Pero en vano. Aquellas audaces criaturas se hallaban tan poseídas por el júbilo, tan contentas de ver la corroboración en los registros semanales de una amplia disminución de la mortalidad, que los nuevos terrores no les hacían mella. Nada podía sacarles de la mente la idea de que la amargura de la muerte ya había pasado. Era como hablar en el desierto. Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese' que se trataba de alguien enfermo.
Esta conducta imprudente e irreflexiva costó la vida de muchos de los que, habiéndose antes encerrado con todo tipo de precauciones, retirados de la sociedad, habían permanecido indemnes, por tales medios y por la gracia de Dios, durante todo el rigor de la epidemia.
Y digo que la imprudencia llegó tan lejos, que los ministros terminaron por inquietarse y demostraron el peligro y la locura de aquélla. Lo cual calmó un tanto los espíritus, que ahora parecieron más prudentes. Pero hubo otro resultado, imposible de impedir. El primer rumor halagüeño se difundió no sólo en Londres, sino también en todo el campo, y produjo el mismo efecto. La gente, cansada de hallarse durante tanto tiempo apartada de la ciudad e impaciente por regresar a ella, se dirigió en masa a Londres, sin temor alguno, sin ninguna precaución, y podido advertir el número de los que faltaban. También las casas recobraron vida y movimiento; casi no había una sola de ellas deshabitada.
Me agradaría poder decir que, así como la ciudad tenía un nuevo rostro, las maneras de los habitantes se mostraban distintas. Dudo que haya habido muchos que se acordaran sinceramente de su liberación y agradecieran de todo corazón a la voluntad soberana que los protegió de semejantes peligros. Sería una falta de caridad ponerse a juzgar a una ciudad tan populosa y cuyos habitantes se mostraron tan devotos durante la epidemia; pero, excepción hecha de unas pocas familias y de ciertos casos particulares, cabe reconocer que las costumbres generales fueron lo que habían sido antes: muy poca diferencia pudo comprobarse.
Hubo quienes llegaron a decir que las cosas eran peores, que a partir de ese momento la moralidad del pueblo había declinado, que las personas, curtidas por los peligros que habían corrido, como los marineros después de la tempestad, se habían vuelto más malas y tontas, más desvergonzadas y endurecidas en sus vicios y en su inmoralidad que antes del azote. Pero no llevaré tan lejos las cosas. Se necesitaría un volumen, y uno bien grande por cierto, para proporcionar los detalles de las etapas que recorrió la ciudad antes de que las cosas recuperasen su curso habitual y todo retomara la vía común.



1 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 01/06/2020

Ahora me queda algo por decir del aspecto misericordioso de aquel terrible juicio. La última semana de septiembre ya la peste había alcanzado su paroxismo y comenzó a perder violencia. Recuerdo que mi amigo el doctor Heath, que había venido a verme la semana anterior, me aseguró que el mal terminaría por apaciguarse dentro de unos días; pero al ver que la mortandad de aquella semana era la más alta de todo el año, con 8297 decesos atribuidos a todas las enfermedades, le reproché su afirmación y le pregunté en qué había basado su juicio. Su respuesta fue, sin embargo, menos atacable que lo que yo creía.
Observe -me dijo-. A juzgar por el número de los que en este momento están enfermos, la última semana debería haber habido veinte mil muertes en lugar de ocho mil si la mortalidad hubiera sido la misma que los quince días anteriores, ya que entonces se moría al cabo de dos o tres días. Ahora se necesitan lo menos ocho o diez. Y si entonces de cada cinco enfermos no sanaba uno solo, he observado que ahora de cada cinco sólo mueren dos. Créame, el registro de la próxima semana mostrará una disminución, y ya verá que muchos sanarán. Aunque en estos momentos haya una verdadera multitud de personas afectadas, y aunque todos los días muchos caigan enfermos, el número de muertos disminuirá, porque la malignidad de la enfermedad va debilitándose.
Y añadió que empezaba a tener esperanzas, e incluso más que esperanzas: la crisis de la infección había pasado y ésta, señaló, se iba. Y las cosas ocurrieron así. El registro de la semana siguiente, la última de septiembre, indicó una disminución de dos mil, por lo menos.
Es cierto que todavía la peste azotaba de un modo terrible, y que el siguiente registro acusó 6460 muertos, y el subsiguiente 5720. Pero la observación de mi amigo había sido, pese a todo, justa, y reconocimos que los enfermos sanaban más rápidamente y, en mayor número que antes. De no haber sido así, ¿en qué se habría convertido la ciudad de Londres? Según mi amigo, no menos de 60.000 personas se hallaban infectadas en esos momentos, de las cuales, como he dicho, murieron 20.477 y sanaron unas 40.000; en tanto que, si las cosas hubieran seguido como antes, probablemente 50.000 de ellos habrían muerto, si no más, y otros 50.000 habrían caído enfermos. En una palabra, toda la población comenzaba a ser tocada y parecía que no se salvaría nadie.
Pero la observación de mi amigo fue más evidente algunas semanas más tarde: la disminución continuó, y a la siguiente semana de octubre hubo 1843 decesos menos. Y aunque la peste sólo se había cobrado 1413 víctimas, era visible que había un elevado número de enfermos, un número mayor que de costumbre, y que todos los días sé producían nuevos casos. Con todo, la malignidad de la enfermedad menguaba.
El apresuramiento es una disposición natural de nuestro pueblo (no sé si es privativo de nosotros o si se ha difundido por todo el mundo, ni tengo por qué averiguarlo, pero por fin lo vi con toda claridad). En un primer momento, al primer temor de contagio, la gente se evitaba, todo el mundo huía de una casa a otra, escapaba de la ciudad con un miedo indecible; ahora, en cambio, se difundía la idea de que la enfermedad había dejado de ser contagiosa y que los infectados no morirían. Cada día se vio sanar a un gran número de personas que habían estado realmente enfermas. Entonces se hizo presente una temeraria valentía; la gente se despreocupó de sí misma y de la infección, hasta el extremo de no prestar a ésta más atención que la que se concede a una fiebre cualquiera. No sólo se mezclaban audazmente con quienes tenían bubones y carbuncos purulentos y que eran, por tanto, contagiosos, sino que además comían y bebían con ellos, en sus propias casas, a donde los iban a visitar, y hasta en sus propias habitaciones, donde se hallaban acostados, según se me ha dicho.
A mí esto no me parecía racional. Mi amigo el doctor Heath decía -y la experiencia lo probaba- que la enfermedad seguía siendo tan contagiosa como antes y que el número de casos era el mismo; lo único que afirmaba es que causaba menos muertos. Pero creo que durante ese tiempo' murió mucha gente y que la enfermedad todavía era terrible, como que se hallaba en su paroxismo. Las llagas y los abscesos hacían sufrir de un modo cruel, y el peligro de muerte no podía ser separado de las circunstancias del mal, aun cuando no fuera tan frecuente como antes. Todo lo cual, sumado a la excesiva fatiga del trato, a la índole repugnante de la enfermedad y a muchas otras cosas, bastaba para apartar a un hombre de vivir en la peligrosa promiscuidad de los enfermos y para hacerlo tan ansioso como antes de evitar el contagio.
Había además otra razón para considerar horroroso atrapar el mal, y era la terrible quemadura producida por los cáusticos que los cirujano ponían sobre los abscesos para hacerlos reventar y supurar, sin lo cual el peligro de muerte era muy grande, inminente incluso.



31 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 31/05/2020

No he de afirmar, como han hecho otros, que Dios no permitió que ninguna de aquellas caritativas personas fuese azotada por la calamidad. Pero sí puedo decir que no he sabido que ninguna de ellas haya sucumbido, cosa que destaco para dar ánimos en caso de que una desgracia similar volviera a aquejarnos. Y si quien da a los pobres le presta a Dios, no hay duda de que quienes arriesgaron su vida por dar a los pobres, así como quienes los asistieron y consolaron en semejante aflicción, pueden esperar ser protegidos en su obra.
Aquella altísima caridad no fue el hecho de un número reducido de personas, y (no puedo tratar este punto a la ligera, rápidamente) la caridad de los ricos, tanto en la ciudad y sus aledaños como en el campo, fue tan grande, que subvino a las necesidades de un número prodigioso de personas que, de otro modo, habrían irremediablemente muerto de privaciones tanto como por culpa de la enfermedad. Aunque ni yo ni nadie hayamos podido tener jamás un conocimiento exacto de lo que se distribuyó, creo, no obstante -como le oí decir a un observador más bien pesimista-, que no fueron varios miles de libras, sino varias centenas de miles de libras las que se entregaron para alivio de los pobres de aquella ciudad tan lastimosamente consternada. Hasta se me afirmó que podían estimarse en más de cien mil libras por semana las sumas distribuidas por los mayordomos en las roperías parroquiales, por el Lord Mayor y sus regidores en diversos barrios y distritos y por la dirección particular de la corte y los jueces de paz en sus respectivas jurisdicciones, aparte lo que la caridad privada distribuía por manos piadosas en la forma que ya he mencionado. Y esto continuó durante varias semanas consecutivas.
Confieso que es una suma muy grande. Pero sí es cierto que sólo en la parroquia de Cripplegate se distribuyeron en una semana, como oí decir, 17.800 libras para alivio de los pobres, cosa que creo exacta, entonces la otra cifra no es inverosímil.
De entre los muchos concursos caritativos que corrieron a auxiliar a la ciudad no se sabe cuál considerar, porque todos merecen ser señalados. Pero cosa notabilísima es que Dios haya querido predisponer los corazones, en todas las partes del reino, a la jubilosa asistencia y socorro de los pobres de Londres, lo cual tuvo tan felices como variadas consecuencias y ayudó, sobre todo, a preservar o devolver la salud a millares de seres y a resguardar de la muerte y el hambre a tantísimas familias.
Y ya que estoy hablando de las misericordiosas disposiciones de la Providencia durante aquella calamidad, no puedo dejar de mencionar nuevamente, aunque ya haya hablado de ello varias veces con otros motivos, la marcha de la enfermedad. Apareció en un extremo de la ciudad y fue ocupándola lentamente, por grados, de una punta a la otra, tal como una nube sombría que va pasando sobre nuestra cabeza y deja ver un rincón del cielo, mientras oscurece por el otro lado toda la atmósfera. Así la peste, al avanzar con toda su violencia hacia el levante, decrecía en el poniente, gracias a lo cual los barrios de la ciudad que aún no habían caído bajo su azote, o aquellos otros a los que abandonaba después de haber descargado sobre ellos su furor, podían ayudar y socorrer a los otros. Si la enfermedad se hubiera propagado a un mismo tiempo por toda la ciudad y sus aledaños, azotando por doquier con la misma violencia, tan cual se produjo en ciertas ciudades del extranjero, la población habría sucumbido, veinte mil personas habrían muerto cada día -como dicen que ocurrió en Nápoles- y la gente no habría podido ayudarse y socorrerse.
Porque cabe advertir que allí en donde la peste desplegaba toda su fuerza, la situación del pueblo era miserable y la consternación era indecible. Pero un poco antes de haber conquistado esa plaza, o tan pronto como la había abandonado, los habitantes eran completamente distintos. Debo reconocer que en aquella época hallábamos con harta frecuencia entre nosotros ese carácter común a toda la humanidad, que consiste en olvidar la liberación tan pronto como el peligro ha pasado. Pero volveré a hablar de estas cosas.

30 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 30/05/2020

Vuelvo, entretanto, al capítulo de la contaminación mutua, antes de que la gente supiera que se hallaba contagiada y podía infectar a los demás. Verdadero espanto causaban quienes llevaban un cubrecabeza o un pañuelo al cuello, según es de uso entre los que sufren de abscesos en tales sitios. Pero un señor bien vestido, con su corbata, sus guantes, su sombrero bien puesto y sus cabellos esmeradamente peinados, no provocaba aprensión alguna; la gente le hablaba con entera libertad, sobre todo si era un vecino o alguien de su conocimiento. Pero cuando los médicos aseguraron que las personas sanas, es decir, aquellas que parecían estarlo, eran tan peligrosas como las enfermas, y que quienes se creían indemnes eran a menudo los más temibles; cuando, de una manera general, se hubieron comprendido estas cosas y la gente terminó por tomarlas en cuenta, así como sus causas, entonces, digo, todo el mundo suscitó pavor. Muchos se encerraron para no mezclarse con ningún grupo ni permitir que quienes habían estado en peligrosas promiscuidades entraran en su casa y se les aproximaran, al menos que se les aproximaran lo bastante como para ser alcanzados por su aliento o por algún pestilente olor. Y cada vez que se veían obligados a hablar con algún extraño, aun cuando a la distancia, siempre se ponían en la boca y sobre el traje algo que les sirviera de protección y que rechazara y mantuviera lejos el contagio.
Hay que reconocer que la gente comenzó a emplear tales precauciones cuando ya estaba menos expuesta al peligro; la infección no se declaró en sus casas con tanta violencia como lo había hecho en otras. Millares de familias fueron preservadas (teniendo en cuenta a la Divina Providencia) por esos medios.
Imposible hacer entrar nada en la cabeza de los pobres. Continuaron dando libre curso a la habitual impetuosidad de su temperamento, lanzando gritos y lamentos si ya habían sido afectados, pero alocadamente despreocupados, temerarios y obstinados mientras se sentían bien. Cuando encontraban algún trabajo, se arrojaban de cabeza en la tarea que fuese, la más peligrosa, la más susceptible de infectarlos. Si se les advertía, contestaban: «Debo tener confianza en Dios. Si me enfermo, Dios proveerá, y será el fin de mi miseria.» Y así por el estilo. O bien: « ¡Y qué! ¿Qué debo hacer? No puedo morirme de hambre. Tanto da morir de peste como de privaciones. No tengo trabajo. ¿Qué puedo hacer? Tomar esto o mendigar.» Y se trataba de enterrar muertos, de atender enfermos o de vigilar casas infectadas, ¡ocupaciones terriblemente arriesgadas! Su historia era siempre idéntica. La necesidad alegaba ampliamente en su favor, es cierto, y ninguna otra excusa podía ser mejor. Pero hablaban igual cuando las necesidades cambiaban.
A causa de esa aventurada conducta, la peste azotó a los pobres de una manera terriblemente violenta, y esto, sumado a la miseria de su situación, fue la razón por la que murieron en masa. No puedo decir, en verdad, que haya observado entre los obreros pobres un solo átomo de mejor organización de sus hogares cuando se hallaban sanos y ganaban dinero; eran, como antes, igualmente pródigos, extravagantes y despreocupados del mañana. Hasta que, una vez enfermos, llegaron inmediatamente a la peor miseria, por la necesidad y por la enfermedad, porque carecían tanto de alimento como de salud.
Muchísimas veces he sido testigo de la miseria de los pobres y algunas veces, también, de la caritativa asistencia que ciertas personas piadosas les prestaban día tras día, en-viándoles auxilios y proporcionándoles, además de alimentos y medicamentos, una serie de cositas que podían faltarles. En verdad, es un acto de justicia para con el carácter de la gente de aquella época señalar aquí que no sólo grandes, grandísimas sumas de dinero fueron caritativamente enviadas al Lord Mayor y a sus regidores para la asistencia y alivio de los enfermos pobres, sino que, además, un elevado número de particulares distribuyeron largamente dinero día tras día para socorrer a los infelices y enviaron a algunas personas para que se informaran de las condiciones de vida de determinadas familias y, caso necesario, para que las auxiliaran. Piadosas damas, incluso, llegaron a sentir un celo tal por esa buena obra que, muy confiadas en la protección de la Providencia al cumplir con ese gran deber de caridad, iban personalmente a distribuir limosnas entre los pobres y hasta visitaban familias enfermas, infectadas, en su propia casa, designando cuidadores para la atención de los que la necesitaban y mandando farmacéuticos y cirujanos, los primeros para proveer a esas familias de las drogas, emplastos y otras cosas que su estado pudiera reclamar, y los segundos para abrir y punzar los abscesos y tumores, de ser ello necesario. Y daban a los pobres su bendición en forma de ayuda material tanto como en forma de fervientes plegarias, que rezaban por ellos.

29 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 29/05/2020

En ese momento, además, los registros semanales expusieron con evidencia la verdad; en realidad, si no mencionaron la peste ni señalaron aumento alguno de decesos, hubo, no obstante, un agravamiento de las enfermedades. Por ejemplo, había ocho, doce, diecisiete muertos de fiebre eruptiva en una semana, cuando casi no había uno solo de peste; pero en tiempos comunes ese tipo de muertes era de tres o cuatro. Asimismo, como ya he observado, el número de entierros semanales aumentó en la mencionada parroquia, así como en las parroquias vecinas, más que en cualquier otra parte, aun cuando ninguna muerte se la atribuyó a la peste. Todo lo cual nos muestra con nitidez que la infección se mantenía y que la enfermedad continuaba propagándose, por mucho que en ese momento nos haya parecido haber cesado para regresar más tarde de una manera sorprendente. También es posible que los gérmenes hayan permanecido en otros recovecos del fardo causante, que tal vez no fueron hurgados en un primer momento, al menos por completo, o en la ropa de la primera persona infectada. Me cuesta creer que alguien haya podido ser azotado en un grado fatal y mortal y durante nueve semanas haya conservado tal apariencia saludable, que ni él mismo se dio cuenta de su contaminación. De ser ello así, sin embargo, el argumento no haría más que reforzar lo que digo: la infección se conservó en seres aparentemente sanos y fue transmitida a otros con los que los primeros mantuvieron relaciones, sin que ni unos ni otros lo advirtieran.
Grande fue el enloquecimiento que causó esta revelación. Y la gente, cuando se convenció de que la infección se propagaba de tan sorprendente manera por personas que parecían sanas, comenzó a volverse miedosa y a asustarse de todos cuantos se le acercaban. Un día, en una ceremonia pública -ya no recuerdo si era o no domingo- en la iglesia de Aldgate, el coro se hallaba colmado de fieles y una asistente creyó de pronto sentir el olor de la enfermedad. De inmediato se figuró que la peste estaba en su banco; le susurró su idea o su sospecha a su vecina, se levantó y se fue. La sugestión se posesionó de la segunda persona, y en seguida de la tercera, y muy luego de todo el mundo. Y todos se levantaron y salieron del templo. Los bancos iban quedando vacíos. Nadie sabía qué había podido ocurrir ni por qué.
E inmediatamente las bocas se llenaron de diversas preparaciones, de remedios fabricados por curanderas, o quizá de preparados farmacéuticos, para evitar el contagio por el aliento de los demás. Cuando uno entraba en una iglesia, por poco público que hubiera en ella, sentía una mezcla tal de olores, que la impresión era mucho más fuerte, aunque tal vez menos salutífera, que al entrar en la botica de un farmacéutica o en una droguería. En una palabra, la iglesia íntegra parecía un frasco de olores. En un rincón había todo tipo de perfumes, en otro una serie de hierbas aromáticas o balsámicas, y por doquiera una variedad de drogas. Aquí y allá había sales y esencias de las que todos se proveían para su preservación personal. Sin embargo, observé que, una vez que la gente estuvo firmemente convencida o, más bien, segura de que la infección también se propagaba por personas aparentemente sanas, las iglesias y demás lugares de reunión ya no fueron tan frecuentados como en la época en que no existía esa convicción, porque hay que decir que nunca las iglesias y demás sitios de reunión de Londres fueron del todo cerrados, y que la gente nunca se negó al culto público de Dios, excepción hecha de algunas parroquias, cuando la enfermedad desencadenó en ellas su violencia, durante cierto tiempo, que tampoco fue largo.
En verdad, nada tan sorprendente como ver con qué valentía la gente se entregaba al culto divino, justamente en esos momentos, cuando sentían horror de salir de sus casas por cualquier motivo. Hablo, por supuesto, del período anterior al de la desesperación. Y esta es una prueba más del exceso de población de la ciudad a la llegada de la epidemia, pese al gran número de los que habían huido al campo a la primera alarma y que habían logrado ponerse a salvo en los bosques. Realmente nos sentíamos sorprendidos de ver cómo la multitud se hacía presente en las iglesias los sábados, sobre todo en las partes de la ciudad donde la peste decrecía o en las que no había alcanzado aún su punto máximo. Pronto hablaré de ello.

28 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 28/05/2020

Pero encontré, en suma, que la naturaleza del contagio era tal, que resultaba imposible descubrir éste y evitar su propagación por medios humanos.
Aquí se presenta una dificultad que nunca he podido terminar de esclarecer y para la que no veo más que una manera de proceder. Fue el 20 de diciembre de 1664, poco más o menos, cuando murió de peste en Long Acre, o en las inmediaciones, la primera persona. Cosa corriente es limitarse a decir que esa persona contrajo la enfermedad de un fardo de sedas importado de Holanda, que fue abierto en su casa. Hasta el 9 de febrero, época en que fue enterrada otra víctima de la misma casa, no volvió a hablarse de caso mortal alguno, no se dijo que la epidemia hubiera comenzado a reinar. Lo que supone unas siete semanas, más o menos. Luego se hizo silencio, y el público se tranquilizó por completo durante un período bastante largo, ya que no encontró en el registro semanal la noticia de ninguna muerte debida a la peste, hasta el 22 de abril, día en que se enterró a otras dos víctimas, no de la misma casa, pero sí de la misma calle y sobre todo, me acuerdo, de la casa más próxima a la primera en ser contaminada. Había habido un intervalo de nueve semanas; después, durante una quincena, no tuvimos más novedades. Luego la peste se declaró en varias calles y se propagó por doquier. De modo que el problema parece reducirse a esto: ¿dónde estuvieron los gérmenes de la infección durante todo ese tiempo? ¿Por qué hubo una interrupción tan prolongada? ¿Y por qué no se prolongó más? O bien la enfermedad no tenía por causa el contagio directo de un hombre a otro, o bien, si no, un cuerpo podía permanecer infectado, sin que la enfermedad se declarara, durante muchos días, aun durante semanas; ya no una cuarentena, sino una sesentena. Y más.
Es verdad -yo mismo lo he observado, y el hecho es conocido por muchos sobrevivientes- que el invierno fue muy frío y que una feroz helada se prolongó por tres meses; los doctores dijeron que había logrado detener el contagio. Pero en tal caso los sabios me permitirán señalar que si la enfermedad, de acuerdo con sus observaciones, estaba tan sólo, digamos, helada, entonces habría debido, lo mismo que un río, recuperar su fuerza y retomar su curso habitual en el momento del deshielo, cuando en realidad el primer apaciguamiento del mal tuvo lugar de febrero a abril, en momentos en que se rompía el hielo y el tiempo era dulce y tibio.
Pero hay otro medio de resolver la dificultad; mis recuerdos personales habrán de ayudarme a hacerlo... Nada prueba que nadie haya muerto en los largos intervalos del 20 de diciembre al 9 de febrero y luego al 22 de abril. El único testimonio estriba en la hoja semanal, y no es posible tener confianza en este tipo de boletines (yo, por lo menos, no la tengo) hasta el punto de construir con ellos una hipótesis y decidir respecto de un problema de semejante importancia. La opinión admitida en aquella época, y basada, creo, en hechos serios, era que los oficiales de las parroquias, los investigadores y las personas designadas para rendir cuenta del número de muertos y de las enfermedades causantes de la muerte se valían de fraudes. Debido a que a la gente le repugnaba el hecho de que la casa de sus vecinos pudiese estar infectada, pagaban, o mejor dicho, sobornaban a los empleados públicos para que señalasen las muertes bajo rótulos inofensivos. Y sé que más tarde esto se practicó en muchos lugares. Hasta puedo decir: allí -en donde la peste se puso de manifiesto- según puede verse por el enorme aumento registrado en el obituario- se la atribuyó a otras enfermedades mientras duró la epidemia. Por ejemplo, durante los meses de julio y agosto, cuando la peste había alcanzado su punto culminante, era cosa corriente ver de 1000 a 1200 y hasta 1500 muertos por semana atribuidos a otras enfermedades. No quiere decir que el número de éstas no haya realmente aumentado, sino que un elevado número de familias y casas, realmente infectadas, obtuvieron el favor de hacer inscribir sus muertos bajo el nombre de otras enfermedades, para evitar la clausura de sus casas. Por ejemplo:
Muertos de otras enfermedades además de la peste:
Del 18 de julio al 25 de julio 942
Del 25 de julio al 1 de agosto 1004
Del 1 de agosto al 8 de agosto 1213
Del 8 de agosto al 15 de agosto 1439
Del 15 de agosto al 22 de agosto 1331
Del 22 de agosto al 29 de agoto 1394
Del 29 de agosto al 5 dé septiembre .....1260
Del 5 de septiembre al 12 de septiembre 1050
Del 12 de septiembre al 19 de septiembre 1130
Del 19 de septiembre al 26 de septiembre 920

Es indudable que el mayor número, o por lo menos un número elevado, había muerto de peste, pero se había logrado convencer a los oficiales para que declararan los decesos conforme acabamos de señalarlo. Veamos ahora las cifras de ciertos tipos de enfermedades, así descubiertas:
Ag.1 Ag.8 Ag.15 Ag.22 Ag.29 Se.5 Se.12 Se.19
Fiebre 314 353 348 383 364 332 309 268
Fiebre eruptiva 174 19O 166 165 157 97 101 65
Indigestión 85 87 74 99 68 45 49 36
Dientes 90 113 111 133 138 128 121 112
663 743 695 780 727 602 580 481
Había varias otras enfermedades colaterales que aumentaron por las mismas razones, como fácilmente puede verse: senilidad, consunción, vómitos, abscesos, cólicos, etc., muchas de las cuales afectaron a personas a las que no se consideraba infectadas. Pero como para las familias resultaba de suma importancia ocultar, tanto como fuera posible, su contaminación, cada cual tomaba todas las medidas imaginables para que no se fuera a pensar en la peste y para que, si alguien moría en la casa, el deceso fuera declarado a los investigadores e inspectores como debido a otra enfermedad. Lo cual se aplica a los largos intervalos que, como ya dije, se extendieron entre el deceso de las primeras personas oficialmente declaradas muertas por la peste y el momento en que la enfermedad se extendió a la lista y paciencia de todos, sin poder ya ocultársela.

27 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 27/05/2020

Este número es, en sí mismo, prodigioso; pero si añado las buenas razones que tengo para creerlo por abajo de la verdad (¡y cuánto!) todos ustedes llegarán, como he llegado yo, a no objetar en nada la idea de que hubo más de 10.000 muertos por semana durante aquellas semanas, término medio, y propor-cionalmente durante varias semanas antes y después. El enloquecimiento del pueblo, sobre todo en la ciudad, fue inexpresable durante ese período. Tal fue el terror, que hasta a los encargados de enterrar a los muertos comenzó a flaquearles el ánimo. Muchos de ellos murieron, aun algunos de los que, habiendo contraído la enfermedad, se habían restablecido. Hubo otros que cayeron cuando ya habían llegado conduciendo los cuerpos al borde mismo de la fosa y se aprestaban a arrojarlos dentro. Y la confusión fue mayor aun en la ciudad, pues sus habitantes ya se felicitaban ante la esperanza de haber escapado al azote y creían superado el mortal peligro. Me contaron que un coche que iba a Shoreditch fue abandonado por sus conductores y quedó con uno solo. Éste murió en la calle, y los caballos, que continuaron la ruta, volcaron el carruaje y dejaron los cuerpos tirados por aquí y por allá, de una manera pavorosa. También he oído decir que otra carreta fue hallada en la fosa de Finsbury Fields; el conductor había muerto o la había abandonado, y los caballos se acercaron demasiado al borde de aquélla, por cuyo motivo se precipitaron y quedaron enterrados con el vehículo. Ha solido decirse, asimismo, que el conductor cayó con la carreta sobre él, pues encontraron su látigo en la fosa, en medio de los cuerpos; pero nada cierto hay en ello.
En nuestra parroquia de Aidgate pudo verse en repetidas oportunidades la carreta mortuoria colmada de cuerpos, a la puerta del cementerio, pero ni el sacristán, ni el conductor ni nadie la acompañaba. Los sepultureros jamás sabían a qué muertos transportaban en sus carretas. Éstos solían ser bajados por medio de cuerdas desde los balcones o las ventanas, y los transportadores y otras personas los ponían en las carretas. Pero, tal cual decían los hombres, no se tomaban el trabajo de contarlos.
Los médicos y, sobre todo los farmacéuticos y los cirujanos, se vieron a menudo en aprietos para distinguir a los enfermos de las personas sanas. Todos coincidían en decir que realmente mucha gente llevaba la peste en su sangre, que la peste se apoderaba de su espíritu y que sólo eran, en suma, caparazones putrefactos que aún caminaban -con un aliento infeccioso y un sudor emponzoñado-, conservando, sin embargo, cierta apariencia de salud e ignorantes de su propio estado. Todos estaban de acuerdo respecto de los hechos, pero no sabían cómo explicarlos.
Mi amigo el doctor Heath opinaba que a los enfermos podía reconocérseles por el aliento. Pero añadía: ¿quien se atreverá a tomarle el aliento a nadie para informarse? Ya que, para saber, habría que aspirar la hediondez de la peste con suficiente fuerza para que ella penetrara en nuestro propio cerebro, a fin de distinguir su olor. He oído hablar de otra opinión, según la cual al sujeto presuntamente enfermo podía hacérselo respirar en un vaso; la condensación del aliento permitiría distinguir al microscopio las criaturas vivas de las formas extrañas, monstruosas, horribles, tales como dragones, serpientes o demonios espeluznantes. Pero tengo mis dudas sobre la veracidad de este medio, pues por aquella época carecíamos de microscopio para llevar a cabo la experiencia, al menos por lo que recuerdo.
Otro sabio opinaba que el aliento de la gente enferma podía envenenar y matar, de un solo golpe, a un ave, y no solamente a un pajarillo, sino a un gallo, a una gallina; y si éstos no caían muertos inmediatamente, tendrían la pepita, como suele decirse, y los huevos que pondrían entonces las gallinas saldrían podridos. Pero son opiniones que nunca he visto demostradas, ni por mis demostraciones ni, que yo sepa, por las de ningún otro. De manera que las doy como me las dieron, subrayando, simplemente, que quizá tengan grandes posibilidades.
Otros propusieron que las personas afectadas respiraran con fuerza sobre agua caliente, en la que entonces se formaría una espuma anormal, o sobre varios otros objetos, especialmente sustancias gelatinosas, susceptibles de recibir y tolerar la espuma.

26 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 26/05/2020

Mis funciones expiraron cuando la epidemia se hallaba aún en su apogeo; me retiré, por tanto, una vez más y permanecí encerrado diez o doce días, durante los cuales se ofrecieron a mi vista, por mis propias ventanas, en mi propia calle, unos espectáculos pavorosos; entre otros, el de Harrow Alley; una pobre criatura afligida que bailaba y cantaba en su agonía. Casi no había día ni noche en que no sucediera algún horror al final de Harrow Alley, que es un sitio muy populoso, poblado sobre todo por carniceros o por otras personas que trabajan en oficios dependientes de la carne.
A veces, grandes grupos de personas desembocaban por la alameda, mujeres en su mayoría, haciendo un ruido terrible, una mezcla de chillidos, llantos y alaridos, interpelándose mutuamente, a tal punto que no sabíamos qué hacer. Durante casi toda la noche la carreta mortuoria se detenía al cabo de aquella alameda; no entraba, porque no habría podido girar ni aun avanzar más de unos pocos metros. Allí se quedaba, pues, aguardando los cuerpos. Y como el cementerio quedaba cerca, partía colmada y regresaba vacía. Es imposible describir los gritos horrorosos y el estrépito que hacía la pobre gente al traer los despojos de sus hijos o de sus amigos a la carreta; se habría pensado, a juzgar por el número, que a sus espaldas no quedaba nadie y que allí había suficiente gente para poblar todo el barrio. A veces se oía: «¡Fuego!»; otras, « ¡Al asesino!», pero uno se daba rápida cuenta de que se trataba de gente extraviada, que sólo eran lamentaciones de desdichados sumidos en el abatimiento, ya ausente el sentido.
Creo que en todas partes ocurría lo mismo por entonces, pues durante seis o siete semanas la peste arreció con una violencia superior a la que ya he mencionado y alcanzó un punto tal, que, reducido a semejante extremo, todo el mundo comenzó a infringir la ordenanza a que ya me he referido, esto es, que ningún cuerpo sería transportado por las calles o enterrado durante el día. Durante cierto tiempo se hizo necesario proceder de otra manera.
Hay algo que no puedo omitir aquí, y que en verdad fue extraordinario, o por lo menos pareció una manifestación del brazo de la Justicia Divina: todos cuantos predecían el porvenir -los astrólogos, los dicientes de la buena ventura, los inspirados, los conjuradores, etc., los eruditos del horóscopo, los tiradores de cartas, los quirománticos, los visionarios y otros habían desaparecido, se habían desvanecido. Era imposible encontrar uno solo de ellos.
En verdad, estoy convencido de que un elevado porcentaje de ellos cayeron víctimas de la violencia de la calamidad por haberse arriesgado a permanecer en la ciudad en pos de un buen provecho. Sus ganancias, alimentadas por la locura del pueblo, fueron inmensas en determinado momento. Pero luego se volvieron silenciosos. Muchos partieron a su última morada sin haber sido capaces de predecir su propia suerte o de leer su propio horóscopo. Otros llegaron a asegurar que todos morirían. No me atrevo a afirmarlo, pero hasta ahora no he oído decir que uno solo de ellos haya reaparecido después de la calamidad.
Regresemos a mis observaciones durante aquel horroroso período de la epidemia. Llegamos, pues, al mes de septiembre, que fue, creo, el momento más terrible que haya conocido Londres. En todas las estadísticas que he examinado acerca de las epidemias que hayan azotado a Londres, no se encuentra nada parecido. El número de muertos declarado por el boletín llegaba a casi 40.000, del 22 de agosto al 26 de septiembre, es decir, en sólo cinco semanas. He aquí el detalle:
Del 22 de agosto al 29 de agosto ................7.496
Del 29 de agosto al 5 de septiembre ................8.252
Del 5 de septiembre al 12 de septiembre 7.690
Del 12 de septiembre al 19 de septiembre 8.297
Del 19 de septiembre al 26 de septiembre 6.460
38.195